Don Miguel de Unamuno dejó su filosofía envuelta en la literatura repartida entre poemas y cuentos cortos que, como este que traemos hoy, no deja de emocionarnos al tiempo que nos empuja a la reflexión.
El amor que asalta se publicó en Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 16-IX-1912 . En breves escritos como este la filosofía y la poesía se abrazan de la mano del genio vasco. No está de más, por tanto, atender a sus líneas para emocionarnos al tiempo que aprendemos. Esperamos pues lo disfrute.
El cuento: “El amor que asalta”
¿Qué es eso del amor, de que están siempre hablando tantos hombres y que es el tema casi único de los cantos de los poetas? Es lo que se preguntaba Anastasio. Porque él nunca sintió nada que se pareciese a lo que llaman amor los enamorados. ¿Sería una mera ficción, o acaso un embuste convencional con que las almas débiles tratan de defenderse de la vaciedad de la vida, del inevitable aburrimiento? Porque, eso sí, para vacuo y aburrido, y absurdo y sin sentido, no había, en sentir de Anastasio, nada como la vida humana.
Arrastraba el pobre Anastasio una existencia lamentable, sin estímulo ni objetivo para el vivir, y cien veces se habría suicidado si no aguardase, con una oscura esperanza a prueba de un continuo desengaño, que también a él le llegase alguna vez a visitar el amor. Y viajaba, viajaba en su busca, por si cuando menos lo pensase le acometía de pronto en una encrucijada del camino.
No sentía codicia de dinero, disponiendo de una modesta, pero para él más que suficiente fortuna, ni sentía ambición de gloria o de honores, ni anhelo de mando y poderío. Ninguno de los móviles que llevan a los hombres al esfuerzo le parecía digno de esforzarse por él, y no encontraba tampoco el más leve consuelo a su tedio mortal ni en la ciencia, ni en el arte, ni en la acción pública. Y leía el Eclesiastés mientras esperaba la última experiencia, la del amor.
Habíase dado a leer a todos los grandes poetas eróticos, a los analistas del amor entre hombre y mujer, las novelas todas amatorias, y descendió hasta esas obras lamentables que se escriben para los que aún no son hombres del todo y para los que dejaron en cierto modo de serlo: se rebajó hasta escarbar en la literatura pornográfica. Y es claro, aquí encontró menos aún que en otras partes huella alguna del amor.
Y no es que Anastasio no fuese hombre hecho y derecho, cabal y entero, y que no tuviese carne pecadora sobre los huesos. Sí, hombre era como los demás, pero no había sentido el amor. Porque no sabía que fuese amor la pasajera excitación de la carne que olvida la imagen provocadora. Hacer de aquello el terrible dios vengador, el consuelo de la vida, el dueño de las almas, parecíale un sacrilegio, tal como si se pretendiese endiosar al apetito de comer. Un poema sobre la digestión es una blasfemia.
No, el amor no existía en el mundo para el pobre Anastasio. Leyó y releyó la leyenda de Tristán e Iseo, y le hizo meditar aquella terrible novela del portugués Camilo Castello Branco: A mulher fatal. «¿Me sucederá así? -pensaba-. ¿Me arrastrará tras de sí, cuando menos lo espere, y crea, la mujer fatal?». Y viajaba, viajaba en busca de la fatalidad ésta.
«Llegará un día -se decía- en que acabe de perder esta vaga sombra de esperanza de encontrarlo, y cuando vaya a entrar en la vejez sin haber conocido mi mocedad ni edad viril, cuando me diga: ¡Ni he vivido ni puedo ya vivir!, ¿qué haré? Es un terrible sino que me persigue, o es que todos los demás se han conchabado para mentir». Y dio en pesimista.
Ni jamás mujer alguna le inspiró amor, ni creía haberlo él inspirado. Y encontraba mucho más pavoroso que no poder ser amado el no poder amar, si es que el amor era lo que los poetas cantan. ¿Pero sabía él, Anastasio, si no había provocado pasión escondida alguna en pecho de mujer? ¿No puede acaso encender amor una hermosa estatua? Porque él era, como estatua, realmente hermoso. Sus ojos negros, llenos de un fuego de misterio, parecían mirar desde el fondo tenebroso de un tedio henchido de ansias; su boca se entreabría como por una sed trágica; en todo él palpitaba un destino terrible.
Y viajaba, viajaba desesperado, huyendo de todas partes, dejando caer su mirada en las maravillas del arte y de la naturaleza, y diciéndose: «¿Para qué todo esto?».
Era una tarde serena del tranquilo otoño. Las hojas, amarillas ya, se desprendían de los árboles e iban envueltas en la brisa tibia a restregarse contra la hierba del campo. El sol se embozaba en un cendal de nubes que se desflecaban y deshacían en jirones. Anastasio miraba desde la ventanilla del vagón cómo iban desfilando las colinas. Bajó en la estación de Aliseda, donde daban a los viajeros tiempo para comer, y fuese al comedor de la fonda, lleno de maletas.
Sentose distraídamente y esperó le trajesen la sopa. Mas al levantar los ojos y recorrer con ellos distraídamente la fila de los comensales, tropezaron con los de una mujer. En aquel momento metía ella un pedazo de manzana en su boca, grande, fresca y húmeda. Claváronse uno a otro las miradas y palidecieron. Y al verse palidecer palidecieron más aún. Palpitábanles los pechos. La carne le pesaba a Anastasio; un cosquilleo frío le desasosegaba.
Ella apoyó la cara en la diestra y pareció que le daba un vahído. Anastasio entonces, sin ver en el recinto nada más que a ella, mientras el resto del comedor se le esfumaba, se levantó tembloroso, se le acercó, y con voz seca, sedienta, ahogada y temblona, le cuchicheó casi al oído:
-¿Qué le pasa? ¿Se pone mala?
-¡Oh, nada, nada; no es nada…; gracias!
-A ver… -añadió él, y con la mano temblona le cogió el puño para tomarle el pulso.
Fue entonces una corriente de fuego que pasó del uno al otro. Sentíanse mutuamente los calores; las mejillas se les encendieron.
-Está usted febril… -suspiró él balbuciente y con voz apenas perceptible.
-¡La fiebre es… tuya! -respondió ella, con voz que parecía venir del otro mundo, de más allá de la muerte.
Anastasio tuvo que sentarse; las rodillas se le doblaban al peso del corazón, que le tocaba a rebato.
-Es una imprudencia ponerse así en camino -dijo él, hablando como por máquina.
-Sí, me quedaré -contestó ella.
-Nos quedaremos -añadió él.
-Sí, nos quedaremos… ¡Y ya te contaré; te lo contaré todo! -agregó la mujer.
Recogieron sus maletas, tomaron un coche y emprendieron la marcha al pueblo de Aliseda, que dista cinco kilómetros de su estación. Y en el coche, sentados el uno frente al otro, tocándose las rodillas, mejiendo sus miradas, le cogió la mujer a Anastasio las manos con sus manos y fue contándole su historia. La historia misma de Anastasio, exactamente la misma. También ella viajaba en busca del amor; también ella sospechaba que no fuese todo ello sino un enorme embuste convencional para engañar al tedio de la vida.
Confesáronse uno a otro, y según se confesaban iban sus corazones aquietándose. A la trágica turbación de un principio sucedió en sus almas un reposo terrible, algo como un deshacimiento. Imaginábanse haberse conocido de siempre, desde antes de nacer; pero a la vez todo el pasado se borraba de sus memorias, y vivían como un presente eterno, fuera del tiempo.
-¡Oh, que no te hubiese conocido antes, Eleuteria! -le decía él.
-¿Y para qué, Anastasio? -respondió ella-. Es mejor así, que no nos hayamos visto antes.
-¿Y el tiempo perdido?
-¿Perdido le llamas a ese tiempo que empleamos en buscarnos, en anhelarnos, en desearnos el uno al otro?
-Yo había desesperado ya de encontrarte…
-No, pues si hubieses desesperado de ello, te habrías quitado la vida.
-Es verdad.
-Y yo habría hecho lo mismo.
-Pero ahora, Eleuteria, de hoy en adelante…
-¡No hables del porvenir, Anastasio; bástenos el presente!
Los dos callaron. Por debajo del arrobamiento que les embargaba sonaba extraño rumor de aguas de abismo sin fondo. No era alegría, no era gozo lo que sobrenadaba en la seriedad trágica que les envolvía.
-No pensemos en el porvenir -reanudó ella-; ni en el pasado tampoco. Olvidémonos de uno y de otro. Nos hemos encontrado, hemos encontrado el amor, y basta.
Y ahora Anastasio, ¿qué me dices de los poetas?
-Que mienten, Eleuteria, que mienten, sí; el amor no es lo que ellos cantan…
-Tienes razón, Anastasio; ahora siento que el amor no se canta.
Y siguió otro silencio, un silencio largo, en que, cogidos de las manos, estuvieron mirándose a los ojos y como buscándose en el fondo de ellos el secreto de sus destinos.
Y luego empezaron a temblar.
-¿Tiemblas, Anastasio?
-¿Y también tú, Eleuteria?
-Sí, temblamos los dos.
-¿De qué?
-De felicidad.
-Es cosa terrible esta felicidad; no sé si podré resistirla.
-Mejor, porque eso querrá decir que es más fuerte que nosotros.
Encerráronse en un sórdido cuarto de una vulgarísima fonda. Pasó todo el día siguiente y parte del otro sin que dieran señal alguna de vida, hasta que, alarmado el fondista y sin obtener respuesta a sus llamadas, forzó la puerta. Encontráronles en el lecho, juntos, desnudos y fríos y blancos como la nieve. El perito médico aseguró que no se trataba de suicidio, como así era en efecto, y que debían de haberse muerto del corazón.
-¿Pero los dos? -exclamó el fondista.
-¡Los dos! -contestó el médico.
-¡Entonces eso es contagioso!… -y se llevó la mano al lado izquierdo del pecho, donde suponía tener su corazón de fondista. Intentó ocultar el suceso, para no desacreditar su establecimiento, y acordó fumigar el cuarto, por si acaso.
No pudieron ser identificados los cadáveres. Desde allí los llevaron al cementerio y desnudos y juntos, como fueron hallados, echáronlos en una misma huesa y encima tierra. Sobre esta tierra ha crecido hierba y sobre la hierba llueve. Y es así el cielo, el que les llevó a la muerte, el único que sobre la tumba llora.
El fondista de Aliseda, reflexionando sobre aquel suceso increíble -nadie tiene más imaginación que la realidad, se decía-, llegó a una profunda conclusión de carácter médico legal, y es que se dijo: «¡Estas lunas de miel!… No se debía permitir que los cardíacos se casasen entre sí.
Don Miguel de Unamuno. Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 16-IX-1912
Julián Marías y Unamuno son dos de los grandes intelectuales del pasado siglo.
De hecho, es posible afirmar que Julián Marías, tras Unamuno y Ortega, es uno de los grandes personajes intelectuales de nuestro tiempo. Si ha habido un defensor original de la noción de persona destacado en el panorama filosófico español en la última mitad del siglo xx es este pensador. Los estudios del mismo son tremendamente ricos y productivos para la reflexión. En este artículo me centraré en la que puede considerarse su obra: Antropología Metafísica. En ella parece recogerse el resultado de toda una vida dedicada a esta disciplina y un trabajo cuya importancia no es nimia. Sus páginas recuperan el tema central de sus estudios: la vida humana como realidad radical.
En dicha obra se presenta la idea de que cada persona es una realidad radical, que no puede reducirse a la condición “cosa”. En cada una existe una realidad única, solo de ella. Por ello no podemos hablar de la persona sólo en el sentido biológico pues, fundamentalmente, esta es biográfica. Ese alguien corporal o persona no solamente acontece, sino que está unido a una orientación hacia el futuro, a una tensión hacia adelante que es la vida.
A la persona le pertenece un elemento de irrealidad que es condición para poseer un grado de realidad incomparablemente superior al de toda cosa. En su antropología, desde la estructura empírica, Julián Marías desgrana todas sus categorías antropológicas. Destacando que la manera real primaria de estar es a través del cuerpo, que descubre desde la sensibilidad.
JULÍAN MARÍAS
A Julián Marías, justamente conocido como filósofo por derecho propio, se le considera un discípulo de su maestro José Ortega y Gasset. Así como otros antiguos alumnos de Ortega, como Xavier Zubiri y José Gaos. Lo que no es tan sabido, es que Marías se consideraba también un“discípulo intelectual” de Miguel de Unamuno.
En este artículo, trataré de dar una visión resumida de la relación de Marías con Unamuno. Mostrando que Marías desarrolla su teoría de la persona humana en su principal obra sistemática, la Antropología metafísica, al adoptar como propia la pregunta básica de Unamuno: “¿Qué va a ser de mí?”. En lo que sigue se intenta estudiar y poner de manifiesto como la obra, de corte más personalista, de Unamuno se mantiene viva en este autor. Marías adoptará sus preguntas sin abrazar tendencias cercanas al irracionalismo, como hiciera el bilbaíno. Sino que intentará responderlas al modo de Ortega.
El tema de la obra elegida es de gran alcance y necesario estudio. Confío en el interés de cualquier lector, ya que en el estudio de la persona humana los protagonistas somos nosotros mismos. Podemos decir que además en ella parece darse una continuación de la filosofía española, tan ensombrecida como él mismo estudió en algunos de sus ensayos, ya que el tema de España fue recurrente en su obra. En definitiva, vemos como en Marías se encuentra el punto de unión de dos de las mentes más brillantes de la península en los últimos años, Unamuno y Ortega. En ella el hombre es de nuevo protagonista de la reflexión filosófica. No puede dejarnos entonces indiferentes, somos los protagonistas de las páginas que motivan este trabajo.
PUNTO DE PARTIDA: EL UNAMUNO POR HACER
El joven Marías creía que alguna relación parece existir entre la obra de Unamuno y la filosofía, pero que tendrá que esperar su momento para recibir respuesta. Con ello nos invita a pensar que quién fue Unamuno no está hecho y concluso. Ni él ni su obra están terminados, sino que dependen de otros para su conclusión, de personas aún por venir. La importancia de su obra, paradójicamente, depende de lo que será. Después de todo, ¿no son Tales de Mileto y los otros pre-socráticos considerados como filósofos a causa de Platón y Aristóteles, que vinieron después y que los reconocieron como tales? El sentido último de algunas de las intuiciones de Unamuno no será conocido a menos que se saquen -si se sacan- sus consecuencias extremas.
Así, una respuesta suficiente a la pregunta acerca de la relación de Unamuno con la filosofía sólo se encontrará en el Unamuno que está por hacer. Es tarea de la filosofía contemporánea dar una respuesta a cuál de los “Unamunos” posibles será el que perdure entre nosotros. Que la respuesta esté en el futuro es la señal misma de la fecundidad, importancia y significación del autor.
Una de estas líneas que continúa el legado del bilbaíno queda manifiesta en la obra de Marías. Como ya he manifestado en la introducción, la pregunta “¿Qué va a ser de mí?”, que resume en gran parte algunas de las inquietudes de Unamuno, tiene el suficiente peso en la obra como para dedicarle atención en estas páginas. Y es que, posiblemente, en el fondo la búsqueda incansable de la persona en Marías persigue responder a esta intriga. Para ello hace uso de una forma más parecida a la de Ortega, pero sin olvidar la importancia de los interrogantes de Unamuno.
De ahí que en este punto, para comprender la relación a la que hacemos referencia, es necesario hacer una pausa para describir algunos de las ideas más destacadas en este sentido, y que ejercerá notable influencia en el protagonista de este ensayo.
UNAMUNO Y ORTEGA
Indudablemente Unamuno y Ortega tuvieron un temple muy distinto. Pero aún con sus diferencias coincidieron en otorgar un valor fundamental a la reflexión sobre la vida humana y los problemas de la existencia.
-Unamuno y el hombre de carne y hueso
El pensamiento de Unamuno hizo del hombre de carne y hueso el centro de su reflexión filosófica. Más allá de abstractas definiciones sobre lo humano, se interesó por la realidad concreta del hombre que nace, sufre y muere, sobre todo muere aunque quiera vivir. Tómese como prueba sus propias palabras:
“Y este hombre concreto, de carne y hueso, es el sujeto y el supremo objeto a la vez de toda filosofía, quiéranlo o no ciertos sedicentes filósofos”
UNAMUNO,Miguel. Del Sentimiento trágico de lavida. Ed. Losada (1964)pp.7
A juicio de bilbaíno, la filosofía, que es la búsqueda de una visión unitaria de las cosas, brota de nuestro sentimiento respecto de la vida misma. Y, en su caso, surge del llamado sentimiento trágico de la vida.
En la línea de autores como Kierkegaard, don Miguel prefirió buscar la verdad y no la razón de las cosas. También como él, prefirió enfrentarse con los problemas radicales de la existencia. Aun a riesgo ser acusado de falta de argumentos científicos. Él mismo, que también había experimentado la idolatría del cientifismo, aceptó de buena gana que calificaran su pensamiento de mera poesía y rechazó siempre que trataran de etiquetarle. En definitiva, para él,la vida siempre fue primero, luego la teoría.
-El sentimiento trágico de la vida
Para Unamuno el sentimiento trágico de la vida es punto de partida de la filosofía. Este surge del ansia de no querer morir que anida en el fondo de nuestro ser y de una razón que nos dice “no” ante la idea de la eternidad. Su obra Del sentimiento trágico de la vida se orienta a esclarecer el alcance de ese sentimiento vital. Pues a juicio del autor, comprender la vida exige acogerse a la luz de la muerte, que es su término natural y su fin. Como un despertar de la inocencia, don Miguel prefiere “poner vinagre en las heridas”, antes que eludir los problemas y temores que habitan en nuestro interior.
Miguel de Unamuno
Advierte que con frecuencia, en el transcurso de la vida, se depositan en cada uno de nosotros capas que nos generan una extraña insensibilidad para lo esencial y un excesivo afán por lo superfluo. Esto es en lo que ocurre con la cuestión del fin de nuestra propia existencia y de la posible pervivencia, tema que se elude u olvida. Por ello Unamuno entra en contacto directo con su lector para que él mismo examine su propia existencia bajo parámetros más profundos. Y es que a su juicio, una vida que no se somete a examen cae en la inautenticidad.
Recordemos que el conflicto trágico se
produce porque la razón empeñada en demostrar la inmortalidad, no es capaz de
ofrecer pruebas convincentes. De hecho, para don Miguel los múltiples
argumentos que a lo largo de la historia se han desplegado no son más que pura
palabrería. Muy a su pesar, su razón le grita: “no”, no hay nada después de la
muerte.
-La búsqueda del problema eterno
Ahora bien, el escepticismo de Unamuno en este punto, como para los antiguos, no implica abandonar la búsqueda. Por el contrario él se empeña en investigar, en seguir indagando sobre el problema eterno, aunque sea por otras vías distintas. Quiere dialogar con ese “¿Y si quizá…?”, “¿y si, a pesar de todo…?” que habita en cada uno de nosotros. Quiere responder en definitiva a la pregunta “¿Qué va a ser de mi?”. Pues la razón no apaga los anhelos, ya que el deseo de no morir continúa. Queremos perseverar con duración indefinida, de ahí que nos aferremos a la vida. Atendamos a sus propias palabras para vislumbrar tales intenciones:
«Y bien, se me dirá, “¿Cuál es tu religión?” Y yo responderé: mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aún a sabiendas de que no he de encontrarla mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con él luchó Jacob. No puedo transigir con aquello del Inconoscible o Incogsnoscible, como escriben los pedantes, no con aquello otro de “de aquí no pasará”. Rechazo el eterno ignorabimus. Y en todo caso, quiero trepar a lo inaccesible»
UNAMUNO,Miguel. Mi religión. Biblioteca Virtual Universal 2003
Con tales intenciones, Don Miguel, llevado por el principio de autenticidad, desvelará en la obra referida sus más profundos deseos y temores. Confiesa que lo que realmente anhela no es que su espíritu separado del cuerpo sea inmortal. Sino que prefiere seguir perviviendo, prolongando esta vida, la suya. De hecho ni siquiera puede imaginarse lo que significa la aniquilación y por ello mismo no le parecen realmente consoladoras aquellas doctrinas que diluyen nuestro yo en un vago panteísmo, donde el individuo se funde en una Totalidad difusa e imperecedera. Entonces, ¿qué hacer ante el fracaso de la razón lógica para responder a este deseo?
-Sed de inmortalidad
Unamuno apuesta en este punto por abandonar la vida racional y adentrarse en la vía más alejada. Así es que casi abraza el irracionalismo, pero las reflexiones resultantes no son poca cosa.
Desde esta perspectiva, imagina de un modo poético el máximo de pervivencia que el fondo anhela: la pervivencia de todo lo existente, no sólo la del propio yo. Dando rienda suelta a su imaginación y expresando sus deseos sin límite, el máximo de pervivencia para todos los seres, se plantea también los mínimos irrenunciables. A su juicio, el mínimo de pervivencia al que se aspira, es a dejar recuerdo en la mente de otros individuos. Los artistas y los escritores buscan perpetuarse en su obra, por pequeña que sea. Es el modo de prolongar la vida, de seguir viviendo en el recuerdo de los otros.
-Ética del sufrimiento compartido
Explicado este sentimiento trágico de la vida, este abrazo entre la razón que dice no y el corazón que grita sí, don Miguel quiere además derivar una ética que oriente su acción de modo que, del fondo del abismo pueda surgir la esperanza y la solidaridad. Y es aquí donde la conciencia del sufrimiento compartido, la compasión ,se convierte en fuente de la moral. La toma de conciencia del carácter desvalido del ser humano, del sentimiento de la propia contingencia, de lo que nos une más que separa, lleva a sentirse vinculado con los demás y concernido en un destino común. La común desdicha impulsa los sentimientos de humanidad y la solidaridad.
Dicho de otro modo, la máxima moral de Unamuno, que toma como referencia esa pervivencia anhelada, se podría formular del modo siguiente: obra de tal modo que merezcas a tu propio juicio y al delos demás la eternidad, obra de modo que no merezcas morir. Es decir, obra como si hubieras de morirte mañana, pero para sobrevivir y eternizarte, para dar de sí cuanto puedas. De este modo, la conducta se convierte en la mejor prueba del anhelo supremo y la práctica sirve de prueba a la doctrina. Es posible entender así que Unamuno no quiso instalarse en una desesperación que paraliza. Sino que, desde la reflexión sobre la muerte y por adentrar la filosofía en la vida y someterla a examen, quiso impulsar una vida comprometida con la realidad. Con ello se presenta buscando la creación de sentido y de valores constructivos.
-Ortega y la razón vital
Tan fecundas son estas ideas que también la filosofía de Ortega presenta puntos en común con Unamuno, aunque carezca del tono trágico del vasco y su particular incidencia en nuestro destino mortal.Ortega advirtió muy pronto la necesidad de que la reflexión filosófica estuviera presente en su contexto inmediato. No quería como Unamuno limitarse a renunciar a la “razón pura” y la teoría. Pero reconociendo lo valioso de los interrogantes que el escritor planteó, Ortega vendrá a reivindicar una razón vital, como sustituta de esa razón pura.
Ortega sentía la necesidad de que la filosofía estuviera en la vida inmediata, en la propia circunstancia. La filosofía no debía convertirse en literatura, pero tampoco debía limitarse a ser un saber dedicado a especialistas. Más allá de tecnicismos, quiso hacer de la claridad su sello de identidad como filósofo y hacer comprensibles los problemas filosóficos que a todos nos atañen. Esta es la vertiente ilustrada de Ortega, su insistencia en la necesidad de iluminar y difundir el pensamiento. Lo cual refleja su convencimiento sobre la importancia de crear hábitos intelectuales que favorezcan el análisis y la crítica, imprescindibles para conformar un clima de diálogo racional.
Unamuno y Ortega ejemplificaron, cada uno a su manera, el papel que puede desempeñar el intelectual que quiere que el público piense por su cuenta. Si Unamuno se preocupó por el “hombre de carne y hueso”, Ortega se interesó por el ser humano y su circunstancia vital. Junto al esfuerzo orteguiano por hacer presente la filosofía en la vida, la misma vida se convierte pronto para Ortega en la realidad radical. Es decir, la realidad a la que deben referirse las otras realidades.
-Raciovitalismo
Sin embargo, esta atención a la vida no implicaba identificarse con determinados vitalismos. A su juicio, el racionalismo era rechazable por el abuso de la razón. En cuanto al vitalismo consideraba que era una expresión ambigua. Sólo se identificaba con esta corriente en cuanto se hace de la vida el tema central, pues no quiere perder las conquistas realizadas por la razón. En vista de ello, Ortega varió su vocabulario y hablará de “raciovitalismo”. Esto es, de la doctrina de la razón vital, de la razón viviente y de la razón histórica. El propósito de estas expresiones es mostrar que la filosofía es esencialmente “filosofía de la vida”.
JOSÉ ORTEGA Y GASSET
Para Ortega la desconfianza en la razón se debía a la identificación esta con la razón pura, con una “razón abstracta” o una científica. El abandono del racionalismo tradicional y del cientifismo no significa por su parte la aceptación del irracionalismo. Sino, más bien, la necesidad de transformar ese concepto de razón pura. Así la sustituye por una que emerge de la vida y si “pienso es porque vivo”. Con ello, la vida humana es la realidad radical en el sentido de que es la realidad básica y que todas las demás realidades se dan dentro de ella.
-Vida como proyecto: llamada a la autenticidad
Ahora bien, Ortega no concibe la vida como si fuera una cosa o una realidad estática. Vivir será coexistir, convivir con una circunstancia, con lo que está alrededor de mí. Por tanto, no hay un vivir en abstracto, sino una vida humana hecha por situaciones. Entre ellas habrá circunstancias dadas que no elegimos, pero siempre habrá un espacio, por pequeño que sea, que nos permite elegir entre distintas opciones. De ahí que no haya fórmulas, ni reglas fijas para hacer nuestra vida. Sino que cada cual decide constantemente lo que quiere ser, construye así la suya propia. Nuestro auténtico ser nos obliga entonces a trazarnos un proyecto o programa vital.
En este punto, Ortega, como Unamuno, también desprende de estas ideas una máxima ética de su concepción de la vida. La de Ortega también consiste en una llamada a la autenticidad : sé lo que eres. Invitándonos a ser fiel al proyecto vital. La esencia de la vida consistirá entonces en desear más vida, en buscar una vida más plena. Pues, la vida humana es imposible sin ideal. Como en el caso de Unamuno, la reflexión sobre la vida y sus límites conlleva una dimensión ética, constructora de sentido y que llama a la plenitud.
En definitiva, Ortega prefirió vitalizar la razón y enraizarla en la vida. Consideraba que las circunstancias de su tiempo requerían construcción y síntesis más que enfrentamiento y escisión. Por ello, Ortega exigía pensar la cultura para la vida, en vez de la vida para la cultura. A ello dedicó todos sus esfuerzos, respondiendo fielmente a su vocación filosófica. Sin duda, le movía la aspiración a un ideal, a una meta. En su caso el objetivo fue pensar desde la vida, en su contexto y circunstancia. Sustituir al sujeto pensante de Descartes, desvinculado de la vida, por un sujeto vinculado a la realidad concreta de la existencia. Su aportación en este sentido puede ser considerada un inestimable legado para la sociedad contemporánea.
-Someter la vida a examen
En definitiva, a pesar de las diferencias entre ambos autores, Unamuno y Ortega representaron un modo particular de hacer filosofía, que atendía al hombre de carne y hueso, o a este y sus circunstancias. Consecuentemente, unas filosofías que no puede prescindir del mundo de los afectos y los sentimientos, de los ideales y temores, de su historia, de sus proyectos y de su compromiso ético con la realidad en la que vive. Por este motivo, cabe decir que, como el mismo Ortega ejemplifica en su vida, la filosofía tiene como misión ampliar los horizontes de la razón moderna y atender a la perspectiva de lo histórico y lo cultural, integrando la razón vital con la razón histórica.
El pensador español advirtió que el rasgo más importante de la vida humana es que se inventa a sí misma en el transcurso de la Historia. Queda seguir esa Historia, sin olvidar que la vida humana es imposible sin un ideal que impulse a metas altas. Invita así a continuar con ese reto. Objetivo aún en el presente en el sentido en que la filosofía de hoy sigue teniendo la tarea con la que se inició en Sócrates: someter la propia vida a examen. Dentro de los que asumen ese reto hay que encuadrar a Julián Marías. Este filósofo usará los elementos en este apartado descritos para hacer una panorámica de la persona y de su vida, representando quizá un nexo entre los dos genios que le precedieron en el tiempo.
-¿Qué va a ser de mí?
“La Filosofía y la Ciencia llevan milenios preguntando qué es el hombre. No es la pregunta adecuada. La pregunta no puede ser esta, es más bien: ¿Quién soy yo? Y otra pregunta que es inseparable de esta, que no se puede evitar y que, en cierto modo, son dos preguntas adversas porque, en la medida en que se contesta a una, la otra queda en suspenso o en cierta inseguridad: ¿Qué va a ser de mí? Como les decía a ustedes, las dos son necesarias, pero, en cierto modo, si yo sé quién soy, quiero decir, si me veo como tal persona, como ese quien, como ese yo, irreductible, entonces la vida aparece como algo inseguro y no sé qué va a ser de mí. Y si buscando esa seguridad, una relativa seguridad que yo necesito para poder vivir -para poder vivir en inseguridad necesito un mínimo de seguridad en que apoyarme- si yo creo que sé que va a ser de mí, es que me he interpretado de una manera general y abstracta, entonces ya no sé bien quién soy yo”
El presente fragmento esta seleccionado de la transcripción de una conferencia dictada por Julián Marías, que no utilizó para ello texto escrito, la edición se mantiene así en estilo oral. Madrid, 2000. Edición: Ana Lúcia C. Fujikura. En http://www.hottopos.com/).
Estas palabras fueron pronunciadas por Marías en una conferencia en Madrid. En ellas es posible ver la estrecha relación entre su concepción de persona con la pregunta que da sentido a muchas de las obras de Unamuno, como la antes referida Del sentimiento trágico de lavida. Desarrollaré las implicaciones de la misma para captar toda la significación de esta cuestión en la antropología de Marías.
Miguel de Unamuno es el representante de la línea existencialista o personalista de la filosofía española, y el desarrollo de estas ideas está orientado precisamente a buscar respuesta a la cuestión que titula este apartado. Influenciado por autores como Kierkegaard, su pensamiento manifiesta, como en el apartado anterior he esbozado, una constante lucha entre razón y fe, sentimiento y razón. De ahí que en realidad los conceptos más recurrentes y que resumen en mayor grado sus obras sean inmortalidad, muerte, combate, angustia…
Pocos han sabido expresar esa congoja ante el futuro desconocido de manera tan bella, desarrollada entre recursos literarios que llenan de dramatismo sus inquietudes. Es esto el incansable hambre de inmortalidad que caracteriza su obra. Unamuno reconoce que ese temor a la desaparición total es el sello de todo hombre. A su parecer nuestra vida está inevitablemente orientada a un futuro, pero el horizonte de la muerte provoca esta agonía que proviene del querer perpetuarse. De ahí esta pregunta dramática: ¿qué va a ser de mí? Don Miguel no da el salto de fe, quiere creer pero su razón lo niega. Asistimos así a una lucha que se da en todo hombre, que se niega ante la posibilidad de su desaparición y con ello da a su vida tintes trágicos.
Pero, ¿qué importancia tiene esto para la obra de Marías? Ese será el tema a desarrollar del siguiente punto, más habiendo leído las propias palabras del fragmento añadido podemos intuir que sin caer en el irracionalismo, al analizar la vida humana y la persona, Marías aceptará esa orientación al futuro. Tal y como diseñaba la filosofía del bilbaíno.
JULIÁN MARÍAS Y SU RELACIÓN CON EL PENSAMIENTO DE UNAMUNO
Marías fue un gran estudioso de la obra de Unamuno, al cual dedicó varios ensayos. Nuestro protagonista insistió en destacar la visión que se tenía del bilbaíno. Lo consideraba como uno de los novelistas contemporáneos más innovadores, y en cuyas novelas es posible encontrar su más original y fecunda filosofía.
-Elevar la obra literaria de Unamuno a filosofía
La última vez que Unamuno fue el tema directo de una obra de Marías fue en 1964, el año del centenario de Unamuno. En un ensayo titulado La meditatio mortis, tema denuestro tiempo, publicado en 1968 dentro del volumen titulado Nuevos ensayos de filosofía. En este Marías advirtió que los filósofos tienen pendiente tomarse en serio el tema de Unamuno, compartan o no su pensamiento.
La idea de Unamuno era que la cuestión personal para cada uno de nosotros es: « ¿Qué va a ser de mí cuando me muera?». Pasados más de veinte años, Marías seguía estando sustancialmente de acuerdo con su afirmación, en el libro Miguel de Unamuno, de que el maestro don Miguel se acercó más a una visión filosófica de la vida al imaginarla en sus novelas, que tratando de pensar o razonar sobre ella en El sentimiento trágico de la vida.
«La obra de, Unamuno, sobre todas sus novelas, ha sido la más profunda y perspicaz presentación de la realidad de la muerte o del sentido de la vida perdurable.»
MARÍAS, Julián. Miguel de Unamuno. Ed: Espasa Libros.Ed.1980
En la época en que Marías escribió su libro, consideraba necesario elevar la obra de Unamuno al nivel de filosofía. Un nivel postulado por ella y al mismo tiempo olvidado a favor de una mayor apreciación en términos literarios. No habiendo surgido todos los resultados «teoréticos» de otros a partir de su precursor, Marías llevó a cabo repetidas tentativas de elevar las obras de Unamuno a la filosofía.
-Teoría de la vida humana desde las preguntas de Unamuno
Con ello destaca como necesario que la teoría filosófica de la vida humana llegue a sus últimas consecuencias, sin evitar un tratamiento adecuado del problema de la muerte y la inmortalidad. Sería un error fatal prescindir de tal exposición si pretendemos enfrentarnos filosóficamente a las cuestiones básicas de una teoría de la vida humana. Ante tal “necesidad”, el propio Marías llevará a cabo la tarea. Por ello, emprendió la escritura de una teoría de la vida humana que incluía el planteamiento de estas preguntas decisivas en diciembre de 1968. Se dedicó a ello durante dieciséis meses seguidos. El resultado fue la Antropología metafísica. En ella, él mismo sacará las conclusiones filosóficas implícitas en los escritos de Unamuno.
Con esta obra, Marías se sitúa en las fronteras de la antropología filosófica, en la que añade reflexiones que podrían abrir camino a futuros desarrollos teóricos de la filosofía. En otras palabras, en el encontramos recogida el trabajo de toda una vida al estudio de la teoría de la vidahumana. Gran aportación será a este respecto el énfasis puesto de ese nivel de realidad que llamó “estructura empírica de la vida humana”.
En sus dos capítulos finales, titulados «La mortalidad humana» y «Muerte y proyecto», encontramos el desarrollo de lo que estaba apuntado en 1947 en su Introducción a la filosofía. En ambos estudios, la influencia de Unamuno es evidente. Por ejemplo, en la Introducción a la filosofía Marías escribía:
«(…) lo primero que es menester saber, aquello de que depende la vida en su integridad, en si eso que me pasa cuando muero es que no pasa nada, o bien me pasa haber muerto y, por tanto, haber quedado. En otros términos, si el hombre, simplemente, deja de vivir, o si efectivamente muere.»
MARÍAS,Julián. Introducción a la filosofía. Madrid, Revista de Occidente. 1947.Edición digital a partir de Madrid, Revista de Occidente, 1947 (Viuda de Galo Sáez). En Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2012. http:www.cervantesvirtual.com
También de esa fuente en él mismo libro:
«El problema de la muerte y la pervivencia lleva necesariamente a preguntarse por el ser de la persona que vive y muere, y por la Divinidad como fundamento suyo.»
Las dos preguntas radicales e inseparables cuya respuesta pretende dar en la Antropología metafísica de Marías eran: ¿Quién soy yo? y ¿Qué va a ser de mí? Esta obra será objeto de estudio del apartado siguiente. Ella pone de relieve que es posible decir que Unamuno suministró a Marías las preguntas últimas, mientras que Ortega le dio el método para responderlas. ¿Cuál es el resultado de esta conjunción? Ese es precisamente el tema a desarrollar en las líneas que siguen.
ANTROPOLOGÍA METAFÍSICA
En esta obra queda manifiesto que el objetivo último de Julián Marías es la persona. En este sentido, da un paso más, respecto a Ortega, su maestro. La persona es el centro de la diana de su esfuerzo intelectual. Es posible afirmar que en ella se resumen gran parte de su pensamiento filosófico y que el conjunto de páginas que nos ha legado nacen de la convicción de que el filósofo debe ofrecer siempre una visión responsable de la realidad.
Basta con conocer algo de sus comprometidas obras para hacerse eco de este hecho: El temadel hombre, 1943; Ensayos de convivencia, 1955; La mujer y su sombra, 1986; La felicidadhumana, 1989; La educación sentimental, 1992; Mapa del mundo personal, 1993; Persona, 1996. Entre otros tantos, estos escritos son muestra de que hablamos de un filósofo implicado en el mundo que le tocó vivir, así como comprometido con la difícil tarea de estudiarnos a nosotros mismos. Las obras citadas representan la consecuencia del desarrollo posterior de su Antropología metafísica.
Por ello cabe decir que aunque esta obra sea el gran compendio de su pensamiento, hablamos de años de trabajo dedicados al asunto. Y de más bien un conjunto de ensayos que nos plantean una original e importante panorámica para saber un poco más sobre nosotros mismos, producto de una valiosa labor que merece ser continuada.
Julián Marías en su biblioteca
¿Cuál es el significado de esta decisiva obra? Seguramente, esta obra aporta un sentido último a todos sus escritos anteriores. Pero, sobre todo, de ella cabe destacar que entre sus páginas encontramos la aportación de una nueva percepción filosófica. Incluso un nuevo lenguaje e innovadora terminología, como se analiza más adelante.
Marías plantea en ella una forma filosófica ’embebida en el mundo de la realidad radical’, capaz de iluminar en parte los misterios sobre la realidad humana. De la persona, del hombre y de la mujer, en el espacio temporal del devenir histórico y en el contexto del universo de la cultura: la estructura empírica de la vida humana.
En esta obra, en la que se equilibran la economía del lenguaje con la originalidad terminológica, Marías desarrolla la una filosofía global de la vida física tal y como la vivimos. Es decir, en un cuerpo y como hombre o mujer. Con ello se hace palpable que el pensamiento central del filósofo busca dar cuenta de cuatro importantes problemas enfocados de modo original: metafísico (la verdad radical), epistemológico (la función de la verdad) y antropológico (la estructura empírica del ser humano). A ello cabe añadir el ético (la vida mejor, personal y social), que engloba sus reflexiones culturales y políticas sobre España y Europa, sin olvidar la perspectiva cristiana de la vida y la muerte.
-Entre Unamuno y Ortega: Una nueva filosofía
Como ya he comentado a lo largo de este escrito, en Antropología metafísica, además, se hacen manifiestas las influencias recibidas por las figuras de Ortega y Unamuno. Pero cabe preguntar, ¿es sólo una mezcla o reconciliación entre ambas filosofías o nos encontramos con alguna aportación original que nazca de la conjunción señalada? Ciertamente como he dicho, Marías adoptará las preguntas de Unamuno para responderlas al modo de Ortega. Sin embargo, esto no evita que nos estemos refiriendo a una aportación original que le otorga por méritos propios la condición de filósofo con una obra de “cosecha propia”.
Respecto a ello, podemos decir que Marías da un paso más que sus predecesores. Él mismo advierte que Ortega puso en evidencia el carácter singular y concreto de la vida -hasta el punto de no haber más que mi vida, la biográfica-. Por otra parte, el existencialismo ponía de manifiesto las estructuras que configuran la teoría de la vida humana. Pero entre ambos hay una zona intermedia desconocida. Aquí es dónde nuestro protagonista situará la estructura empírica de la vida humana, que manifiesta la forma concreta de la circunstancialidad. Es en este punto en el que Marías pondrá énfasis.
Es posible por tanto considerar que Julián Marías asume su condición de discípulo de Ortega desarrollando todas las consecuencias del “yo soy yo y mi circunstancia”, al tiempo que añade entre estas las intrigas que deja por otro lado la obra de Unamuno.
Esta nueva apertura filosófica lleva a Marías a introducir un innovador lenguaje, con términos y distinciones esenciales tales como ‘ser y estar’, ‘mundanidad’, futurizo’, ‘condición sexuada’, ‘condición amorosa’, ‘amor y enamoramiento’, ‘temple de la vida’, ‘tiempo humano’, ‘muerte y proyecto’, etc., que desarrolla a lo largo del texto de Antropología metafísica y en algunos de sus libros posteriores.
En referencia a la confluencia que se da en esta obra de elementos como los que están siendo destacados en líneas anteriores cabe recordar a modo de ejemplo que, en 1998, Pilar Roldán Sarmiento, presentó y defendió en la Universidad Complutense de Madrid, la tesis doctoral titulada Hombre y humanismo en Julián Marías (La dimensiónpsicosocial de su antropología), dirigida por el doctor Heliodoro Carpintero, gran conocedor de la obra del autor referido. En las páginas de su estudio señala que la obra de Julián Marías se sitúa dentro de las coordenadas orteguianas. Pero que también existen en ella influencias de otros maestros españoles, singularmente Unamuno y Zubiri.
El peso de estas influencias contribuye a formar un pensamiento estructurado que las integra creativamente, con una visión predominantemente centrada en torno a la antropología y su fundamentación metafísica. En esta tesis la autora distingue cuatro etapas biográficas en el pensamiento de Marías. En cada una el pensamiento de Marías se halla ‘estructurado’ dentro de ‘niveles’ que representan distintas formas de ‘estructura’ de la vida humana. Estas serían estructura analítica de la vida humana, estructura empírica de la vida humana colectiva, estructura de la vida humana individual y estructura proyectiva de la vida humana personal. Pero, sabido esto cabe aún preguntar, ¿Cuál es el resultado de esta obra, que nos encontramos en ella finalmente?
-Categorías antropológicas de Marías
En su Antropología Metafísica, se encuentran las categorías antropológicas que nacen de su estudio de la antropología general de la vida humana. Estas categorías son un hilo conductor de la experiencia humana en la circunstancia de cada ser humano. Ellas son las que definen “desde dentro” a la persona.
Si Ortega habla en efecto de cómo la
circunstancia marca la vida del hombre y, desde ella, nos entendemos como
somos. Marías aprovecha la circunstancia para, desde las categorías empíricas
(estructura empírica), que se dan en un yo concreto, posibilitar el encuentro
con la trascendencia y poder hablar de una antropología metafísica.
Basándose en esto, en su Antropología Metafísica, el filósofo establece las categorías que conforman la estructura empírica de la persona. En ella confluyen todas las categorías filosóficas y antropológicas que señalaré a continuación y que se constituye a partir de la idea orteguiana de “yo soy yoy mi circunstancia”. Intentando, a su vez, responder a las preguntas que Unamuno dejó pendientes.
En este sentido es posible decir que desde
estos genios, crea una nueva manera concebirnos y estudiarnos a nosotros
mismos. Así por ejemplo, desde las circunstancias de Ortega, Marías crea unas
categorías que él llama empíricas, diferenciándolas de la teoría general del
hombre, que son personales, como un eslabón entre la una y la otra. Su
intención última en este sentido parece ser que al profundizar en estas
categorías filosóficas, se descubra un asunto ineludible para la disciplina
filosófica: cómo es el hombre real, qué es real e irreal, porque todo lo
imaginativo, todo lo proyectivo, es irreal, pero no porque sea irreal no es
real, sino todo lo contrario, ya que forma parte de lo mismo.
Para entender el alcance de estas ideas haremos aquí un breve repaso de algunas de estas categorías empíricas más destacadas:
–La mundanidad
Desde la perspectiva presentada, comenzará Marías a hablarnos de la mundanidad, tratando de explicarnos ese mundo que está ahí. Ese mundo en el que va a aparecer esta categoría (la mundanidad entiéndase) como estructura primaria, respecto a la corporeidad.
En ella se presenta una relación entre cuerpo y mundo, necesaria para poder entender y participar de lo que me rodea. Yo entiendo todo desde mi cuerpo, entiendo el mundo, la mundanidad. La vida humana será mundana en el sentido de ser circunstancial. Somos corpóreos y por ello partes de este mundo,al que pertenecemos y con el que nos encontramos más que estar “separados” de él como cosa distinta. Es por tanto categoría esencial que manifiesta cómo se da la vida del hombre en cuanto tal.
–La sensibilidad
Los sentidos son la autopista del conocimiento. Ellos nos ayudan a adentrarnos en el saber. Pero hay unos sentidos internos y otros externos, esto hará posible que el cuerpo se pueda relacionar con la mundanidad.
Cabe decir a este respecto que el hecho de que el cuerpo se pueda relacionar con el mundo será un aspecto fundamental, sobre todo a la hora de diferenciar entre inteligencia y razón, que Marías hará siguiendo a Ortega. Inteligencia es captar la realidad, pero Razón es aprehenderla e interconectarla. La razón es esa interconexión de la realidad del pasado con el futuro, del sueño con la realidad. Cosa que sería imposible sin la sensibilidad.
Desde esta perspectiva, no nos sería posible entrar en la realidad sin esta categoría. La manera real de estar en y con la realidad, de estar en el mundo, es lo que llamamos sensibilidad. Gracias a ella nos encontramos a nosotros y a las cosas.Los sentidos son como la autopista del conocimiento, una autopista que permite la captación de la realidad. Esa autopista, apoyada por la inteligencia y llevada a la razón, hace que los sentidos internos, cómo pensamos la mundanidad, y los sentidos externos, como autopista del conocimiento, puedan unirse en esa estructura sensorial del mundo.
–La instalación corpórea
La instalación corpórea, supone una instalación que nos permite vivir y proyectar desde eso que ya estamos haciendo. Esta instalación implica que ni el mundo es una cosa, ni el cuerpo tampoco. Sobre todo, cuando tomo respecto de él la perspectiva propia y adecuada. Mi cuerpo, la instalación mundana, coincide con la condición humana misma,. Corpóreamente estoy instalado en el mundo, pero sobre todo, yo estoy instalado en mi cuerpo. Esto es importante en un mundo en que el cuerpo tiene tanto vigor; hay que darle la fuerza que tiene, pero somos más que el cuerpo.
–La condición sexuada
Marías muestra respecto a este asunto un derroche de creatividad. Esta condición sexuada, señalada en la estructura empírica, va a dar mucho de sí. En la instalación referida a esta estructura, cada sexo coimplica al otro. No se puede entender la realidad varón sin referencia a la mujer, o viceversa. Antes que sexual, somos sexuados, de tal manera que siempre que al ver a un hombre vemos a la mujer, y a la inversa.
Cabe destacar en este sentido que en un mundo tan erotizado como el nuestro, esta distinción es fundamental, pues muchas veces no se entiende que lo primero sea ser sexuado y no ser sexual. Es posible que este asunto se convierta o lo sea ya en un tema de enorme importancia para la educación. Teniendo en cuenta que nos encontramos en una coyuntura marcada por una apertura al sexo muy diferente.
A este respecto, y cada día más, la neurociencia ha ido descubriendo que los mismos neurotransmisores relacionados con el consumo de drogas como la cocaína los tiene el sexo. En relación con ello, cabe destacar que los llamados biologismos del hombre y de la mujer pueden reflejar una conducta adictiva, siendo de gran importancia descubrir el dominio de nuestro cuerpo y de nuestro ser. Es, por tanto, muy relevante, con Julián Marías, descubrir que ser sexuado es antes que sexual, así como las consecuencias que se derivan de dicha distinción jerárquica.
–La estructura vectorial de la vida
Según esta, la vida es un sistema de proyecciones de diferente intensidad. La persona tiene un proyecto vectorial, como un arco o una flecha que va hacia la dirección que se le marca y con una intensidad determinada. De este mismo modo, la vida aparece repleta de esta proyección y de esta intensidad, siendo esto lo que se conoce como estructura vectorial. Esta categoría, además, es de una gran importancia. Y es que, si uno es consciente de ello, irá otorgando a la vida la intensidad que debe. Haciendo así un proyecto serio que le ayude a realizarse como persona y vivir como tal.
–Carácter futurizo
En estrecha relación con la anterior categoría Marías tenía claro que siempre nos estamos haciendo y que cada persona está abierta. La diferencia entre biológico y biográfico la expresaba en que lo biológico sabes que empieza y que termina. Mientras que lo biográfico es un quehacer constante. Cada día nos hacemos, como el autor de una novela que deja que sus personajes vuelen solos y vayan inspirando el argumento al propio autor. Nosotros tenemos un carácter futurizo. Siempre estamos haciéndonos, no somos una cuestión cerrada. En definitiva somos un ser orientado irremediablemente al futuro. Más que un ser un estar haciendo.
–El temple de la vida
El temple modula la vida. Modula la instalación en la que me encuentro. Cambia mucho según la potencia en la que me encuentro para empezar un nuevo día. Por ello, no solo me influye el sol, el calor o el frío, sino la capacidad racional de dar sentido a cada día de mi vida. Atendamos en este aspecto a sus propias palabras:
«En el fenómeno del temple convergen las diversas dimensiones de la vida humana: lo biológico colectivo- la raza-, la herencia biológica concentrada en el individuo, las vivencias histórico sociales, la clase social, la figura social de la profesión, la edad, el sexo, el argumento de la biografía. Todos estos ingredientes están actuando a la vez en la determinación concreta de mi temple vital en este momento, fase particular de lo que podríamos llamar mi temple habitual. Y si ahora miramos a las cosas en una nueva perspectiva, descubrimos que el temple así entendido también es instalación. Por eso podemos predicarlo de ciertas “formas de vida”, y cada época histórica se nos presenta ante todo como un “temple” que los historiadores podrían intentar caracterizar con rigor.»
MARÍAS, Julián. Antropología Metafísica. Ed: RevistaOccidente, S. A. Madrid. 1970. pp 240
–La mortalidad
La muerte es la categoría donde tenemos más presente, probablemente, la agonía descrita al principio de este trabajo en la obra de Unamuno. Para Marías cumplirá el papel de categoría ineludible de la vida humana. Quizá de las más destacadas. Téngase en cuenta que nos ha dicho el autor que somos un ser orientado necesariamente al futuro, futurizo. Pues bien, no sabemos que es morir, pero sabemos que es algo que le ocurrirá a nuestra vida. Un momento exclusivamente biográfico,ya que la muerte de uno sólo puede ser protagonizada por él mismo.
En este punto es en el que su pensamiento recupera ya de manera explícita la cuestión tan repetida en lineas anteriores ¿qué va a ser de mí? Pues sabemos que moriremos,más la muerte por si misma se nos hace ininteligible. De ahí el motivo de sacar a coalición la cuestión. Atendamos en este aspecto a sus propias palabras:
«La última cuestión que se plantea, sin la cual no sabemos a qué atenernos, es precisamente qué significa “morir”. Solo así podremos hacernos la pregunta decisiva: ¿Qué será de mí? Y solo con esta, en inexorable conflicto con ella, adquirirá su sentido la otra pregunta: ¿Quién soy yo?»
MARÍAS,Julián. Antropología Metafísica. Ed: Revista Occidente, S. A. Madrid. 1970. pp 300
Estamos como vemos ante una categoría esencial. No solo es constitutiva de la persona, sino que la marca en cuanto a cómo es y se percibe. Y que para el caso que nos ocupa, trae a la obra de Marías una pregunta esencial de la disciplina filosófica.
Así, describiendo estas categorías (junto con otras tantas como la condición amorosa) Marías consigue hacer un “retrato” de la condición de persona nada desdeñable. En él entran todas las preguntas de sentido: ¿Quién soy yo? ¿Qué va a ser de mí? ¿Hacia dónde va mi vida? Estas preguntas, dirá Marías, se las han hecho todos los hombres de todos los tiempos que han pensado. Con lo cual en estas páginas se recupera la filosofía primera, con formas y términos novedosos, que posibilitan cambiar la visión que tenemos de nosotros mismos.
CONCLUSIONES
Es de sobra conocida la influencia de Ortega en este autor, discípulo directo del mismo. Aquí he esbozado en parte esa relación y la importancia de la circunstancia en el mismo, pues de ella parte Julián Marías para introducirse en la estructura empírica de la vida humana.
En el caso de la influencia de Unamuno debe entenderse como de especial relevancia en esta obra, pues tómese como ejemplo el último fragmento citado de Marías que se encuentra líneas más arriba. La pregunta ¿Qué va a ser de mí?, es heredada en estas páginas que nos recuerdan que dicha cuestión es producto de nuestra condición futuriza. Así el autor se dirige a la condición humana para desvelarla. Usa esta duda como impulso, y las formas de Ortega como herramientas para caminar hacia el estudio de un tema ineludible para la disciplina filosófica: la persona y la vida humana.
Como resultado en Julián Marías la filosofía emerge como un quehacer humano y un constituyente natural de la inteligencia. La filosofía da razón a la realidad misma en la que se desenvuelve el ser humano: la persona. En definitiva, la filosofía se centra, y constituye su fundamento, en la persona.
Así, el ser humano es el conjunto de las estructuras empíricas con que se presenta la vida de la persona: la ‘circunstancialidad’ (cada uno tiene su propia circunstancia; la ‘corporeidad’ (la vida humana está encarnada); y la ‘sensibilidad’ (dimensión temporal). Y sobre todo no puede ser reducido a estudios biológicos parciales, dedicados a cada uno de los aspectos que nos condicionan. Sino que la disciplina filosófica es la integradora de estos aspectos y nos pone así en el camino hacia nosotros mismos.
En definitiva, en la conjunción de estos tres autores (junto con otros cuyas aportaciones no carecen de relevancia, tales como José Gaós, Zubiri o María Zambrano), se levanta y construye una filosofía que vuelve la mirada al hombre no como ser abstracto, sino como fenómeno vivo. En cuanto al legado que nos dejan, es necesario estudiar al completo el alcance de sus palabras. Y tal y como Marías hiciera con Unamuno, buscar las implicaciones de sus obras. Pues al destacar la persona como objeto de estudio, nos hicieron protagonistas de sus fructíferos discursos y nos abrieron la puerta para enriquecer la propia imagen que tenemos de nosotros mismos.
Raquel Moreno.
BIBLIOGRAFÍA
MARÍAS, Julián. Antropología metafísica. Ed: Revista Occidente, SA. Madrid. 1970
—Introducción a la filosofía. Ed: Revista Occidente. Madrid. 1947
—Meditaciones sobre la sociedad española. Ed: Alianza Editorial. 1966
—Miguel de Unamuno. Ed: SLU. Espasa Libros. 1980
—Nuevos ensayos de filosofía. Ed: Revista Occidente. 1968
—La persona. Transcripción de una conferencia. Mdrid 2000. Edición en estilo oral. Edición: Ana Lúcia C. Fujikura. En http: // www.hottopos.com /
—La perspectiva cristiana. Ed: Alianza Editorial. 1999
—España: Una reconquista de la libertad. Art. Cuenta y Razón. Nº 1. 1981
ROLDÁN SARMIENTO, Pilar. Hombre y humanismo en Julián Marías (La dimensión psicosocial de su antropología). Tesis doctoral. Director: Dr. Helio Sarmiento. Universidad Complutense de Madrid, Facultad de Filosofía. 1998. En https: // dialnet.unirioja.es / servlet/ tesis?codigo=15917. También en abierto en E-Prints Complutense
UNAMUNO, Miguel. Del sentimiento trágico de la vida. Ed: Losada. 1964
—Mi religión. Biblioteca virtual universal. 2003.
La nivola, hija de la duda en Unamuno, es el germen de la novela existencialista.
Hablar de Unamuno es hablar de la intriga y el ansia por conocer. Pero también, de la tragedia humana que esta conlleva. No eran pocas las veces que el maestro de Salamanca recordaba que hablaba del hombre de carne y hueso. Ese que ríe y llora. El que siente. Y cuyas paradojas vitales son el precio a su capacidad de raciocinio, enfrentada con su anhelo de inmortalidad.
Y es que, si algo caracteriza el pensamiento de Don Miguel de Unamuno es que el conflicto se apodera de todo.Pocas veces estuvo este filósofo convencido de algo. Pues si algo le perseguía era precisamente la duda. Por ello, leerle, es directamente abrazar el símbolo del interrogante. Ni la filosofía, ni la ciencia ni la religión le dieron respuestas definitivas a las preguntas fundamentales de la vida humana. A aquellas que señalan a nuestra experiencia vital. Por ello, aunque amaba la reflexión, nunca vio con buenos ojos la tendencia a la abstracción en la filosofía. La lógica no nos decía nada sobre nuestros sentimientos, y tampoco sobre el dolor de nuestra existencia.
Este existencialismo con tintes irracionalistas, a veces, llevó a este grande a buscar su propio lenguaje. Su propio medio de comunicación. El resultado son ensayos cargados de personalismos, como es el caso de su obra El sentimiento trágico de la vida; poemas cuyos versos son la sal que hace escocer las heridas de nuestra propia existencia; o novelas cuyo contenido filosófico tiene más peso que muchas enciclopedias completas. Sus personajes no son tales, son máscaras tras las cuales el autor nos habla de sus propias inquietudes. Y con ello el lector pasará a compartir con Unamuno el peso de la duda.
Don Miguel, un alma en pelea
Miguel de Unamuno nació en Bilbao en 1864. No le tocó vivir una época fácil, entre sus recuerdos de infancia destacan los de la guerra carlista. Estudió Filosofía y Letras en Madrid y, tras varios fracasos, ganó en 1891 la cátedra de Griego en la Universidad de Salamanca. Fueron frecuentes sus viajes y andanzas por España, pero residió en Salamanca sin más paréntesis que el destierro de 1924 a 1930, en Fuerteventura y en Francia, como consecuencia de su oposición a la dictadura del general Primo de Rivera.
Fue tras la caída de éste cuando el maestro volvió triunfalmente a España. En estos años fue diputado durante la República y manifestó una actitud cambiante ante el levantamiento militar del 36. Pero su postura definitiva ante las fuerzas de Franco, le valió ser destituido y confinado en su domicilio, donde murió repentinamente el último día de 1936.
Esta ajetreada vida en una época de disturbios hizo de Don Miguel una personalidad bastante peculiar. Tan numerosos son los que le admiran como aquellos que lo repudian. Pero lo cierto es que no existe el que quede indiferente al conocer su figura.
Hablamos de una personalidad tan fuerte como desgarrada, producto de una vida de intensa actividad intelectual. Unamuno se definió a sí mismo como “un hombre de contradicción y de pelea”. Y es que este pensador veía enfrentados los mensajes de un corazón pasional con los contrarios que llegaban de una brillante cabeza. Como resultado, hizo de su vida, y con ello de su filosofía, una verdadera batalla.
Si con alguien peleaba Unamuno era ante todo consigo mismo. No encontró nunca la paz. “La paz es mentira”, dijo en más de una ocasión, y el quería la verdad, esa era su meta en la vida. Y para prueba, muchos de sus textos. Cabe acudir como ejemplo a sus propias palabras en su escrito “Mi religión”
“Mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aún a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras viva”.
Miguel de Unamuno, Mi religión
Este carácter forjado a prueba de dudas hizo inevitable que también extendiese su lucha con los demás. Su pluma se revelaba contra la “trivialidad” de su tiempo, en un tremendo esfuerzo por sacudir las conciencias, por inquietarlas, por sacarlas de cualquier rutina. Y a este respecto si que no dejó duda, pues su filosofía tiene escrita su declaración de intenciones. Don Miguel no pretende regalarnos un pensamiento ordenado que pueda convertirse en ejemplo para otros. Este hombre prefiere levantar polvo, hacer caer nuestros cimientos, y que persigamos la duda, siendo esta extensible a nosotros mismos.
“Mi empeño ha sido, es y será que los que me lean, piensen y mediten en las cosas fundamentales, y no ha sido nunca el de darles pensamientos hechos. Yo he buscado siempre agitar, y, a lo sumo, sugerir, más que instruir. Si yo vendo pan, no es pan, sino levadura o fermento”.
Miguel de Unamuno, Mi religión.
La eterna crisis existencial
Tras varias crisis juveniles (alrededor de 1881, 1890), un aún joven Don Miguel perdió la fe. En su lugar, depositará sus esperanzas en la política. De hecho, en 1892 manifiesta ideas socialistas y estará afiliado al PSOE de 1894 a 1897. Pero ya en 1895 expresa alunas reservas significativas. Y es que a este hombre no le convencía nada. La duda siempre aparecía. Y por ello, se le recuerda como dando coletazos de una postura a otra. No puede abrazar lo que otros dicen. Don Miguel no quiere creer, sino saber. Y ésto se le presenta siempre como el principio de un problema.
Así fue que una nueva crisis, en 1897, lo hunde en el problema de la muerte y de la nada. Abandonará sin esperanzas su militancia política y, cada vez más, volverá los ojos hacia los problemas existenciales y espirituales, aunque sin dejar nunca su preocupación por España. Del problema social, que no sabe Unamuno si se resolverá, pasa al problema humano. El existencialismo resonaba en su pluma cada vez con más fuerza. De su permanente debatirse entre la fe y la incredulidad, de su “agonía” y su angustia nos habla toda su obra y, de modo particular, en su novela San Manuel Bueno, mártir.
El existencialismo de Unamuno tendrá en su obra tintes muy personales. Las dudas que lo asaltaban al preguntarse sobre nuestra propia existencia hicieron de él un pensador no sistemático. Como resultado encontramos unas reflexiones dispersas cuyo peculiar estilo corresponde, sin duda, a su orientación filosófica. Su pensamiento está en la línea de Kierkegaard; es un “pensamiento vivo”, frente a lo que él llamó la “ideocracia” racionalista. Esta falta de sistema y peculiar mirada hacia el ser humano es lo que permitió que este genio pudiera comunicarse con el lector a través de diferentes formas. Por ello, sus reflexiones se esparcen en ensayos, poemas, novelas o dramas. Todos consiguiendo el mismo efecto que buscaba: inquietar y sugerir más que instruir.
El hambre de inmortalidad
La angustia existencial de Unamuno nace de una gran duda que le obsesiona y atormenta, y que considera como la gran cuestión humana. Y no es otra que:
“Saber qué habrá de ser de mi conciencia, de la tuya, de la del otro y de la de todos, después de que cada uno de nosotros se muera. Todo lo que no sea encarar esto es meter ruido para no oírnos”.
Miguel de Unamuno. El sentimiento trágico de la vida.
El hambre de inmortalidad se convierte en el eje central en torno al cual gira el pensamiento unamuniano. Y es que este filósofo parte del supuesto de la existencia como valor supremo. Por eso le obsesiona la necesidad de existir y aspira a una pervivencia eterna.
Por si fuese poco, Unamuno vive este conflicto desde una perspectiva individualista: es la propia aniquilación lo que le aterra. Y si destaco esto precisamente es porque hablamos de un autor que se desnuda ante el lector. Que no habla del ser humano basándose en abstracciones. Sino en su propia vida, en sus miedos e inquietudes. Que le obligan a perseguir incansablemente la resolución de sus propios conflictos, que a su vez serán de todos, pues no es otro el problema que el de la propia existencia.
A Unamuno no le importa lo que trae consigo la inmortalidad; ni el premio en el que no cree, ni el castigo, que considera absurdo. Lo que le preocupa es la persistencia en sí misma. Así pues, la inmortalidad a la que aspira tiene poco que ver con el concepto católico de la misma. Se resiste al paso del tiempo, quiere sobrevivir a él.
Esta reflexión sobre la temporalidad desemboca irremediablemente en la meditatio mortis. El genio cuya obra le hizo inmortal quiere saber qué es morir. Si es aniquilarse o no; si morir es una cosa que le pasa al hombre para entrar en la vida perdurable, o si consiste en dejar de ser. La duda ante esta incógnita se le hace intolerable. Por ello busca y rebusca. Aún a sabiendas de que no obtendrá respuesta. Cree que estamos en la obligación de atender a un problema que nos ocupará a todos más tarde o más temprano: el de nuestra mortalidad.
De aquí surge la concepción agónica de la existencia que tiene Unamuno. En él y en su obra se entabla un perpetuo combate entre el ansia humana de inmortalidad, de ser, y la razón, que evidencia la imposible satisfacción de ese deseo. Y si la razón no puede dar respuesta a esta incógnita más que negando, Unamuno recurrirá a la poesía y la literatura para compartir sus inquietudes. Esto le permitirá seguir batallando.
Estilo al descubierto
Como se ha dicho hablamos de un pensador asistemático. Más que hablar de un pensamiento ordenado acudimos a las reflexiones que nacen del dolor de su propia existencia. Su lucha eterna, su incansable batalla, tendrán su reflejo en el estilo inconfundible de un genio. Qué además de herirnos con su pluma nos enamora con la belleza de sus formas.
Y es que pocos estilos son tan plenamente “humanos” como el de Unamuno. Su expresión refleja los rasgos que hemos señalado en su personalidad. Es una lengua de luchador intelectual. Sus letras son tremendamente incitantes. El maestro se despega de las viejas formas. Quiere un estilo desnudo, frente a los estilistas que lo visten de galas (y a quienes llama “sastres de la literatura”). Busca la densidad de ideas, la intensidad emotiva frente a la elegancia.
Por ello, Unamuno es Unamuno. No se deja encasillar. Como tampoco lo haría con su pensamiento. No quiere que se le ponga una etiqueta.
“De lo que huyo, repito, como de la peste, es de que me clasifiquen, y quiero morirme oyendo preguntar de mí a los holgazanes de espíritu que se paren alguna vez a oírme: “Y este señor, ¿qué es?” Los liberales o progresistas tontos me tendrán por reaccionario y acaso por místico, sin saber, por supuesto, lo que esto quiere decir, y los conservadores y reaccionarios tontos me tendrán por una especie de anarquista espiritual, y unos y otros, por un pobre señor afanoso de singularizarse y de pasar por original y cuya cabeza es una olla de grillos. Pero nadie debe cuidarse de lo que piensen de él los tontos, sean progresistas o conservadores, liberales o reaccionarios”.
Miguel de Unamuno. Mi religión
La Novela. Para Don Miguel, la Nivola
Es indudable que la figura Unamuno se encuentra entre los más decididos renovadores de la novela a principios de siglo, y ello, sobre todo, por su propósito de hacer de ella un cauce adecuado para la expresión de los conflictos existenciales que hasta ahora he descrito.
Sin embargo, comenzó su andadura en este género con una novela histórica sobre la última guerra carlista: Paz en la guerra (1897). Es una obra que requirió del filósofo más de doce años de preparación. Por ello decía Unamuno que era tarea de “novelista ovíparo” (el que “incuba” largamente su creación).
Pero pronto pasó a ser un “novelista vivíparo”, es decir, de parto rápido, que escribe “a lo que salga”. Sus novelas se van haciendo al escribirlas, como la propia vida. La primera en esa línea es Amor y pedagogía (1902) . En esta obra el lector recibe filosofía a través de sus personajes. La potencia de sus discursos es comparable a grandes compendios. Unamuno estaba poniendo a la literatura al servicio de la inquietud filosófica. Quería hacer de ella otro medio de indagación.
Las novedades formales de la obra hicieron decir a ciertos críticos que aquello no era propiamente una novela. Por ello, con actitud desafiante, Unamuno subtitularía nivola a su siguiente obra narrativa: Niebla (1914), sin duda, una verdadera obra maestra en el género, que hizo que hoy no recordemos a aquellos críticos pero si a Unamuno, que a través de las letras alcanzó la inmortalidad que tanto ansiaba.
Y será desde entonces que los protagonistas unamunianos se verán enguajados en la misma agonía del autor, convirtiéndose en un reflejo de la filosofía del mismo. Encontraremos protagonistas que se debaten contra la muerte y la disolución de su personalidad. Junto a ello, tendrán otros dramas, otros conflictos que ejemplifican perfectamente los mismos que vive cada ser humano. De esta forma, la nivola de Unamuno se ha convertido en el espejo del lector, y con ello, en el altavoz del existencialismo como un humanismo.
La nivola como vehículo de su filosofía
A partir de aquí Unamuno considerará la novela como el vehículo más idóneo para dar cabida a sus reflexiones. Y es que, al no tener que seguir la técnica de argumentación propia de un tratado, puede dejar espacio a la fantasía, a sus anhelos e inquietudes, para, como él mismo deseaba, fomentar la duda y la inquietud, “sugerir más que instruir” decía.
Precisamente para que no le reprochen que sus relatos no se atienen a las características convencionales del género de la novela, Unamuno, tan aficionado siempre al juego con las palabras, crea el término caprichoso de nivola. Que no es otra cosa que lo que hoy llamamos “novela existencialista”.
Así es como en él maestro de Salamanca se abrazan literatura y filosofía, para enamorarnos con las formas y engancharnos a su lucha e incansable búsqueda del saber. De esta forma, la “nivola” pasa a ser una forma de conocimiento e indagación profunda en los resortes más íntimos del individuo.
En la nivola unamuniana la vida aparece como un sueño, rodeada de niebla; se difuminan las fronteras que la separan de la ficción. Los seres humanos son producto del sueño de Dios y los novelescos, del sueño de su creador. Unos y otros están hermanados en una ficción última que invita a descubrir la intriga de la ficción que da origen a esta filosofía, que no es otra que la misma vida humana.
Poco conocida es para muchos la faceta de cuentista de Don Miguel de Unamuno. Pero cierto es que no son pocos los relatos que nos dejó este autor. A veces publicados en periódicos, otros en antologías. Pero sea como sea, caracterizados por la genialidad de un autor que a través de la literatura nos lleva a la reflexión. Atendamos pues a uno de esos relatos para filosofar de la mano de un maestro.
El diamante de Villasola
El maestro de Villasola era perspicacísimo y entusiasta como pocos por su arte; así es que tan luego como entrevió en el muchacho una inteligencia compacta y clara, sintió el gozo de un lapidario a quien se le viene a las manos hermoso diamante en bruto.
¡Aquel sí que era ejemplar para sus ensayos y para poner a prueba su destreza! ¡Hermoso conejillo de Indias para experiencias pedagógicas! ¡Excelente materia pedagogizable en que ensayar nuevos métodos in anima vili! Porque la honda convicción del maestro de Villasola -aun cuando no llegara a formulársela- era que los muchachos son medios para hacer pedagogía, como para hacer patología los enfermos. «La ciencia por la ciencia misma» era su divisa expresa, y la tácita, la de debajo de la fórmula, esta otra: «La ciencia para mí solaz y propio progreso».
Cogió al muchacho prodigioso para desbastarlo. ¡Qué descanso después de aquella infecunda brega con tanta vulgaridad, con todos aquellos oscuros carbones que a lo sumo llegaban a grafitos! «Qué diferencia de alma -se decía-; todas son carbono espiritual, pero he aquí entre tanto oscuro carbón ordinario un alma cristalizada en diamante».
Empezó el maestro la faena. Tenía planeada la hermosa forma poliédrica, las múltiples facetas, los ejes. ¡Qué reflejos daría al mundo, y cómo se admiraría en él la pericia del lapidario que lo tallara!
El muchacho se dejó hacer, aunque conservando su cualidad íntima: la dureza diamantina. Mas cuando al descubrir su propio brillo se comparó con los opacos carbones entre que vivía, se prestó sumiso a las manipulaciones de su lapidario.
¡Qué de facetas! ¡Qué de aguas! ¡Qué de destellos!
¡Qué de cosas sabias y qué bien agrupadas todas en ordenación poliédrica! Era la maravilla del pueblo. El día en que habló en el casino fue aquello el pasmo de Villasola. ¡Cómo lo enlazaba y engarzaba todo en hilo continuado y ordenado!
Ya presentaba una faceta, ya otra, deslumbrando con mil tornasolados cambiantes e irisaciones múltiples, según se reflejaba en su mente de un modo o de otro la luz incolora y difusa de la ciencia. ¡Qué orador!
¡Qué cabeza! Allí estaba todo ordenadito y cuadriculado por 1.°, 2.° y 3.°; por A y B mayúsculas y a y b minúsculas, relacionado con llaves diversas, y llaves de llaves, en maravilloso cuadro sinóptico.
Llegó el día en que el portento de Villasola se lanzó a la corte en busca de campo. Acompañole tropel de gente a la estación, y le siguió el pueblo todo con su corazón, sin que él por su parte lo llevara en el suyo. Las madres se lo señalaban a sus hijos cual modelo, apeteciéndolo, a la vez, para sus hijas; suspiraban éstas por él, y los envidiosos se recomían las tripas. Pero el orgulloso de veras era el maestro de Villasola, el lapidario de aquella maravilla que iba a hacer valer su elevado valor en cambio, difiriendo cuanto pudiese el engastarse en una joya social cualquiera para realzar así su valor en uso. Aspiraba a solitario.
Cayó en el arroyo del mundo, en su lecho de arena, entre cantos rodados y polvo de diamantes deshechos ya. Maravilló al punto a cuantos se le acercaron; pero lastimados por sus aristas, tenían que dejarlo. Paseáronle de salón en salón dándole mil vueltas para admirar sus reflejos todos; pero nadie le quería si no era para montarle en un anillo, y él se quería libre, sin engaste.
Entre tanto la corriente iba restregándole contra la arenilla del lecho donde había también polvo de diamantes.
Demandó, más bien que pretendió, a una joven rica que le sirviese de montante, y recibió calabazas. Aquella noche mordía la almohada, sintiéndose a solas y a oscuras mero pedrusco, seco y frío.
Íbasele desgastando poco a poco la poderosa inteligencia sinóptica; se le velaba y enturbiaba la mente al quebrársele las aristas, y no reflejaba ya sino luz vulgar. Y entonces vio a los humildes carbones a quienes había desdeñado, asociarse, y al conjuro de la solidaridad, que cual corriente eléctrica les recorría enlazándolos, dar luz propia, ellos, los oscuros carbones, un mero destello reflejo como él, diáfano diamante. Los pobres se consumían en trabajo, daban luz de su carne y de su sangre, con dolor, sí, pero con amor también, unidos por santa corriente de fraternal comunión de esfuerzos. Y él solo, solitario, duro, perdidas las aguas, ¿para qué serviría ya?
Serviría para rayar cristales, porque le quedaba su calidad esencial e íntima: la dureza. Hay que oír en las mesas de los cafés al diamante de Villasola cuando, previas unas copas de coñac, cae sobre una reputación hecha, cualquiera; sobre un sentimiento consagrado, sobre cualquier cristal, y los raya y esmerila rechinando. ¡Qué elocuencia áspera, seca, dura, rechinante! ¡Cómo deja de esmerilados a los cristales! Ahora es cuando hay que conocerle; ahora que, desgastado por el roce con la arenilla del lecho del río del mundo, estropeadas sus facetas por el continuo fregarse en polvo de deshechos diamantes, revela su durísima esencia de carbono cristalizado.
Cuando el maestro de Villasola supo el fin de su diamante, se propuso esta ardua cuestión: la Pedagogía, ¿es ciencia pura o de aplicación? Mas lo que no se le ha ocurrido al lapidario de Villasola es que sean más hacedero sacar luz del calor potencial almacenado en los negros carbones, que arrancar calor vivifico de la luz meramente reflejada y de préstamo del diamante.
Les traemos un texto que promete una tormenta en el alma del lector. Como suele ocurrir cuando leemos al maestro de Salamanca, Don Miguel de Unamuno. Que nos habla del secreto de la vida. Pero no en un sentido abstracto, sino como suele ocurrir en su obra, de la del ser humano concreto. La que él decía que se siente y padece.
El secreto de la Vida.
Hace tiempo, mi más querido amigo, que el corazón me pedía que te escribiese. Ni él ni yo sabíamos sobre qué, pues no era sino un vehementísimo anhelo de hablar confidencialmente contigo y no con otro.
Muchas veces me has oído decir que, cada nuevo amigo que ganamos en la carrera de la vida, nos perfecciona y enriquece, más aún que por lo que de él mismo nos da, por lo que de nosotros mismos nos descubre. Hay en cada uno de nosotros cabos sueltos espirituales, rincones del alma, escondrijos y recovecos de la conciencia que yacen inactivos e inertes, y acaso nos morimos sin que se nos muestren a nosotros mismos, a falta de las personas que mediante ellos comulguen en espíritu con nosotros y que merced a esta comunión nos los revelen. Llevamos todos ideas y sentimientos potenciales que sólo pasarán de la potencia al acto si llega el que nos los despierte. Cada cual lleva en sí un Lázaro que sólo necesita de un Cristo que lo resucite, y ¡ay de los pobres Lázaros que acaban bajo el sol su carrera de amores y dolores aparenciales sin haber topado con el Cristo que les diga: levántate!
Y así como hay regiones de nuestro espíritu que sólo florecen y fructifican bajo la mirada de tal o cual espíritu que viene de la región eterna a que ellas en el tiempo pertenecen, así cuando esa mirada nos está por la ausencia velada, esas tierras la anhelan como anhela toda tierra el sol para arrojar plantas de flor y de fruto. Y los pegujares de mi espíritu, que dejaron de ser yermos cuando te conocí y me los fecundaste con tu palabra, esos pegujares están hace tiempo queriendo producir. Y he aquí por qué anhelaba escribirte, sin saber bien sobre qué.
Tú, que estás acostumbrado a mis inversiones de sentido y a esta mi visión, que me hace ver con mucha frecuencia causas en donde los demás ven efectos, y efectos en los que ellos toman por causas, no te extrañarás de lo que voy a decirte. Más de una vez me has dicho que suelo ver las cosas del espíritu algo a la manera de como si las del mundo material las viésemos en un cinematógrafo cuya cinta corriera al revés, yendo de lo último a lo primero, o como si a un fonógrafo se le hiciera girar en sentido inverso al normal. Tal vez sea así, y que padezca de una enfermedad del sentido del tiempo y el de la consecuencia lógica; pero es lo cierto que, con harta frecuencia, me parece que son las premisas lo que los hombres ponen por conclusiones, y éstas por aquéllas.
Todo esto viene a decirte que en mis ratos de vagaroso ensueño, cuando dejo a mi imaginación que se engañe creyendo que se liberta de la tirana lógica, suelo dar en pensar que no son las distintas posiciones que la Tierra adopta frente al Sol, según el punto en que se encuentra en su carrera anual y la inclinación de su eclíptica, lo que produce las estaciones, y con ellas el florecer de primavera, el madurar de verano, el fructificar de otoño y el dormir de invierno, sino que es este florecer, madurar, fructificar y dormir lo que determina las posiciones que adopta la Tierra. Doy en fantasear que es la necesidad que la Tierra siente de dar flores, ahora en un sitio y luego en otro, lo que le lleve a presentar, ya esta cara, ya la otra, al Sol.
Y acaso algo así sucede con nuestras amistades. No es precisamente porque el azar te trajo junto a mí, y nos conocimos y nos entendimos desde luego, por lo que despertaron a la vida esos mis pegujares del espíritu a que hiciste producir con tu palabra de cariño y comprensión, sino que era la necesidad que ellos sentían de producir sus semillas que reventaban por brotar, lo que me hizo descubrirte y detenerte entre los miles de hombres que pasan a mi lado.
Y hoy siento necesidad de ti, de tu presencia: hoy siento necesidad de hablarte, de dirigir hacia ti los pensamientos que me están pugnando por brotar, y como estás lejos, tan lejos, te los escribo.
Y esto es porque hoy, como nunca, me duele el misterio.
Tú sabes que llevamos todo el misterio en el alma, y que le llevamos como un terrible y precioso tumor, de donde brota nuestra vida y del cual brotará también nuestra muerte. Por él vivimos y sin él nos moriríamos espiritualmente; pero también moriremos por él, y sin él nunca habríamos vivido. Es nuestra pena y nuestro consuelo.
Tú te acuerdas de aquel nuestro buen amigo Alfredo, escritor de penetrante melancolía, que parece cae de cada una de las páginas de sus escritos como una lluvia lenta y pertinaz. Una vez me decía que no podía resignarse a la derrota de la metafísica, en que creyó en sus mocedades, y al contártelo yo añadía por mi cuenta: es que le duele el misterio.
El misterio parece estar en nosotros a las veces como dormido o entumecido; no lo sentimos; pero de pronto, y sin que siempre podamos determinar por qué, se nos despierta, parece que se irrita y nos duele, y hasta nos enfebrece y espolea al galope a nuestro pobre corazón. Así como la exacerbación de ciertos tumores parece depende del estado atmosférico, así parece que del estado del ambiente espiritual de la sociedad que nos rodea depende la exacerbación del misterio dentro del misterio de nuestra alma.
El misterio es para cada uno de nosotros un secreto. Dios planta un secreto en el alma de cada uno de los hombres, y tanto más hondamente cuanto más quiera a cada hombre; es decir, cuanto más hombre le haga. Y para plantarlo nos labra el alma con la afilada laya de la tribulación. Los poco atribulados tienen el secreto de su vida muy a flor de tierra, y corre riesgo de no prender bien en ella y no echar raíces, y por no haber echado raíces no dar ni flores ni frutos.
Sé que al llegar a esto se te vendrá a las mientes, como a las mías se viene, la primera parábola del Evangelio según Mateo, la del capítulo XIII, la del sembrador. Que salió a sembrar, y parte de la semilla cayó junto al camino, y vinieron las aves y se la comieron; parte cayó en pedregales, donde había poca tierra, y nació; mas como tenía poca tierra, al salir el sol la quemó, y secó por faltarle raíces; parte cayó en espinas que crecieron y la ahogaron, y parte cayó en buena tierra y dio fruto, ya a ciento, ya a sesenta, ya a treinta por uno. Y así sucede con el secreto de la vida a cada cual.
Hay hombre a quien el secreto de su vida le cae por fuera, al camino de ella, y se lo devoran las aves; a otro le cae en corazón pedregoso y no tributado ni arado por el dolor, y le brota, pero el sol se lo quema; a otro se le ahoga en mil divertimientos y expansiones, y sólo a muy pocos se les adentra y echa raíces; y las raíces tallo, y el tallo hojas, flores y, por fin, fruto.
Y ten en cuenta que esa semilla, ese secreto de la vida, enterrado en el alma, no lo ve nadie ni llega el Sol a él. Nosotros vemos la planta, nos restregamos y refrescamos la vista con la verdura de su follaje, nos regalamos el olfato con el aroma de sus flores, y gustamos el paladar con la fragancia de sus frutos, a la vez que con ellos nos alimentamos; pero ni vemos, ni olemos, ni gastamos la semilla de esa planta que fue enterrada bajo tierra.
Cuando hemos hablado del deber de la sinceridad, me has replicado siempre que hay en nosotros pensamientos y sentimientos que no debemos revelar, sino guardar con cuidado y celo. Y yo te lo rebatía, y con cierta agresiva vehemencia oponía a tus reservas lo de la necesidad de andar con el alma desnuda y de la confesión pública. Pero he meditado después en ello y he venido a la conclusión de que, en efecto, estabas en lo firme, y de que es precisamente el deber de la sinceridad el que nos manda velar las entrañas de nuestra alma.
Y es el deber de la sinceridad el que nos manda velar y recatar las entrañas de nuestra alma, porque si las pusiésemos al descubierto las verían los demás como no son ellas, y así mentiríamos. El que dice sí sabiendo que le han de entender no, miente, aunque el sí sea la verdad.
Hay que llevar, sí, el alma desnuda; pero el llevarla desnuda no es llevarla desgarrada y abierta en canal. Cuanto más sincera es un alma, tanto más celosamente resguarda y abriga los misterios de su vida.
Sí, en los momentos de ahogo y congoja cordiales, cuando nos falta aire espiritual que respirar, nos desgarramos el corazón para que el aire penetre en sus senos, pero a la vez que el aire llega el sol a esas profundidades, su lumbre seca y mata a las semillas en él depositadas, y no echan ya raíces, y se mueren sin dar ni flores ni frutos.
Las raíces de nuestros sentimientos y pensamientos no necesitan luz, sino agua, agua subterránea, agua oscura y silenciosa, agua que cala y empapa y no corre, agua de quietud. Lo que necesita aire y luz es el follaje de nuestros sentimientos y pensamientos, es lo que de ellos arrojamos al mundo, y al darlo al mundo del mundo es.
Para expresar un sentimiento o un pensamiento que nos brota desde las raíces del alma, tenemos que expresarlo con el lenguaje del mundo, revistiéndolo del follaje del mundo, tomando del mundo, de la sociedad que nos rodea, los elementos que dan consistencia, cuerpo y verdura a ese follaje, lo mismo que la planta toma del aire los elementos con que reviste su follaje. Pero la fuente interna, la sustancia íntima e invisible, le viene de las raíces.
El lenguaje de que me sirvo para vestir mis sentimientos y mis ideas es el lenguaje de la sociedad en que vivo, es el lenguaje de aquellos a quienes me dirijo; las imágenes mismas, los conceptos en que vierto su savia, son las imágenes y los conceptos de los que me oyen; pero la savia, esa savia vivificante que desde las raíces sube a mis frutos, esa savia que no se ve, ésa es mía. Y es la que da a mis frutos, la que da a tus frutos, la que da a los frutos de todo hombre el sabor que tengan.
Hay frutos desabridos que a nada saben, que no dejan dejo de los que repiten, que parecen sosos productos de estufa; y es que esos frutos no provienen de semilla, sino de gajo, de injerto tal vez. Son frutos espirituales que no proceden de secreto alguno de vida, de misterio alguno de tribulación.
Hay almas que tienen las raíces al aire: ¡desdichadas! Las hay que no tienen raíces: ¡más que desdichadas!
Unamuno. El secreto de la Vida
Hay por debajo del mundo visible y ruidoso en que nos agitamos, por debajo del mundo de que se habla, otro mundo visible y silencioso en que reposamos, otro mundo de que no se habla. Y si fuera posible dar la vuelta al mundo y volverlo de arriba abajo, y sacar a luz lo tenebroso metiendo en tinieblas lo que luce, y sacar a sonido lo silencioso, metiendo en silencio lo que calla, habríamos todos de comprender y sentir entonces cuán pobre y miserable cosa es esto que llamamos ley, y dónde está la libertad y cuán lejos de donde la buscamos.
La libertad está en el misterio; la libertad está enterrada y crece hacia adentro, y no hacia fuera.
Se dice, y acaso se cree, que la libertad consiste en dejar crecer libre a la planta, en no ponerle rodrigones, ni guías, ni obstáculos; en no podarla, obligándola a que tome esta o la otra forma; en dejarla que arroje por sí, y sin coacción alguna, sus brotes, y sus hojas, y sus flores. Y la libertad no está en el follaje, sino en las raíces, y de nada sirve dejarle al árbol libre la copa y abiertos de par en par los caminos del cielo, si sus raíces se encuentran, al poco de crecer, con dura roca impenetrable, seca y árida, o con tierra de muerte. Aunque si las raíces son poderosas y vivaces, si tienen hambre de vida, si proceden de semilla vigorosa, quebrantarán y penetrarán las rocas más duras y sorberán agua del más compacto granito.
Árbol espiritual de muchas y hondas raíces dará regalado fruto, por áspero y hostil que el ambiente le sea. Y las raíces son el secreto del alma.
A lo mejor se asombran los hombres de la singular fuerza que se revela en una obra al parecer de pura inteligencia, de la plenitud de pensamiento que estalla por todas partes en un tratado de Álgebra, o de Fisiología, o de Gramática comparada, o de otra cosa así. Hay libros de ciencia que, aun conteniendo principios nuevos, nuevas verdades, leyes que descubrió su autor, decimos todos que envejecerán en cuanto esas verdades, leyes y principios se incorporen a la ciencia y entren en su caudal y aparezcan expuestos en los manuales didácticos en que es expuesta. Un libro de ciencia puede aportar mucho caudal nuevo a ella, y ser, sin embargo, perfectamente impersonal. Pero hay otras obras también de exposición científica, y no más que de exposición científica, en las que, aparte de la novedad y verdad de los principios en ellas revelados, hay en su trama, en su tono, en el espíritu oculto que las anima, un quid mirificum, un algo misterioso que las hace duraderas y fuente de enseñanzas hasta cuando los principios en ellas expuestos son del común dominio o han sido acaso rectificados, o rechazados tal vez. Y estas obras de ciencia inmortales, inmortales porque su vida no depende de la vida de la ciencia a que sirvieron, son obras que proceden de secreto de vida, tienen su raíz en algún misterio de tribulación.
Los grandes pensamientos vienen del corazón, se ha dicho, y esto es sin duda verdadero hasta para aquellos pensamientos que nos parecen más ajenos y más lejanos de las necesidades y los anhelos del corazón. ¿Quién sabe las raíces cordiales que en el alma generosa y grande, en el alma henchida de piedad de Isaac Newton, tuvo el descubrimiento del binomio a que damos su nombre?
La ciencia ha sido para muchos espíritus ardientes el refugio en que han ido a abrigarse en grandes tormentas interiores, y muchos de los más grandes y más fecundos descubrimientos se los debemos a misterios del corazón. Y estos elevados y nobles espíritus nos dieron los frutos de su secreto sin revelarnos éste, y nos fueron absolutamente sinceros y nos enseñaron la verdad.
A un árbol se le conoce por sus frutos; pero sus frutos no son sus raíces, aunque de ellas procedan.
Muchas luminosas teorías, muchas sugestivas hipótesis, muchos felices descubrimientos son hijos de profundas tribulaciones, de entrañados dolores.
Tú te acordarás, mi querido amigo, las veces que hemos hablado de las profundas corrientes de pasión que circulan por debajo de la Ética de Spinoza, o de la Crítica de la razón práctica, de Kant, y cómo estas dos obras imperecederas son lo que son por haber brotado del corazón de sus autores, no de la cabeza. Para el que sabe leer y sentir lo que lee, por debajo de las secas fórmulas del judío de Ámsterdam, en el hondón de aquellas proposiciones expuestas en estilo algebraico, hay mucha más pasión, mucho más calor de ánimo, mucho más fuego íntimo que en la mayoría de los estallidos flameantes de los que pasan por sentimentales. No es la llama el único ni el principal signo del fuego; antes bien, los fuegos más duraderos y más intensos no dan llama de ordinario.
Cada una de las proposiciones de la Ética spinoziana es como un diamante: dura, esquemáticamente cristalizada, recortada en finas y cortantes aristas, fría. Pero, lo mismo que al diamante, ha debido ser preciso para producirla un intensísimo y muy fuerte fuego. El fuego común enciende en brasa los carbones ordinarios, y, una vez que cesa, quédanse en ceniza; pero para producir un diamante ha sido preciso un fuego tal como hoy no lo tenemos sobre el haz de la tierra, sino acaso en sus entrañas, donde no llega el aire que nos envuelve. Nuestros fuegos exteriores, los que llamean hacia fuera y se avivan con el aire del mundo, alumbran y calientan un momento lo que nos rodea; pero no dejan como fruto de su incendio más que pavesas y cenizas. Sólo el fuego interior, oculto, el que no luce hacia fuera ni recibe aire del mundo, es el que puede darnos diamantes duraderos, más duros que cuantos guijarros puedan chocar con ellos.
¿Te acuerdas de aquel nuestro amigo que se fue a lejanas tierras para no volver, y del cual nunca más hemos sabido? A todos nos atraía y nos sorprendía lo singular de su dulzura, su eterna sonrisa misteriosa, la inalterable serenidad de su juicio, la moderación de sus pareceres todos, el perfecto dominio de sus emociones. Cuando discutíamos, sus palabras caían sobre un asunto candente como un rocío refrescador; todos los argumentos, resecados y ahornagados por nuestra caliente terquedad, reverdecían, y al reverdecer se enlazaban los unos a los otros. Y cuando entonces le reprochábamos de escéptico, se sonreía misteriosamente y decía: «No, no es que yo dude de todo, es que lo creo todo». Y aquel «lo creo todo» nos sonaba a la infinita oquedad de la impotencia de creer cosa alguna. Y muchas veces, cuando se nos separaba, nos decíamos: «Pero este hombre, ¿tiene fe en algo?».
Te acordarás también que llegamos a tomarle por una especie de esteta, por un desengañado, que, curado de toda ilusión, tomaba el mundo en espectáculo y se distraía, esperando a la muerte, en ver pasar los hombres y las cosas, en ver cómo todo va muriendo.
Sólo un día notamos que su voz temblaba y sonaba con otro timbre que el ordinario, como si el corazón le enclavijara las cuerdas vocales, y a la vez asomaba un extraño reflejo a sus ojos, apagados de ordinario. Fue un día en que protestó de que él sólo se propusiera divertirse, como alguien le echó en cara. Y todos los amigos nos quedamos pensativos e inquietos y con el vaso del corazón remejido luego de haberle oído detestar la diversión y hablar de la trágica seriedad de la vida.
Cuando el pobre se fue a esas lejanas tierras de donde no ha vuelto y donde para nosotros se ha perdido, se nos descorrió algo el velo de su secreto, no más que lo suficiente para que vislumbráramos que lo tenía, aunque sin vislumbrar nada de él. Descubrimos que era hombre de secreto, aunque sin llegar a sospechar nada de éste. Y todos aquellos de nosotros sus amigos que se dieron a hacer conjeturas sobre él, se engañaron miserablemente, y mucho más se engañaron los que creían haber llegado a la verdad. Sólo llegamos a una conclusión, y fue que cuantos más indicios obteníamos de lo que podía haberle atribulado, más lejos estábamos del conocimiento de su tribulación; y esto se nos imponía por una lógica abrumadora.
No nos dijo al marchar sino esto: «Voy a enterrarme en la naturaleza bravía; huyo de mí mismo, porque me tengo miedo; huyo de la sociedad, porque, sin quererlo, me está dañando de continuo, y me temo mucho que llegue día en que, sin quererlo también, sea yo quien la dañe». Y nos dio el adiós con los ojos enjuntos, pero con aquella misma voz de cuando protestaba de tomar a diversión la vida, y se fue. Y no hemos vuelto a saber de él. Se fue con su secreto. ¿Morirá éste con él?
No; yo no creo que muera con un hombre su secreto de vida, el misterio de su corazón, aunque él no nos lo revele durante su vida toda. Un secreto es un sentimiento padre, eterno, fecundo; y esos sentimientos que buscan almas en que encarnar cuando encarnados en una no han dado en ella fruto, buscan después otra. Para cada alma hay una idea que la corresponde y que es como su fórmula, y andan las almas y las ideas buscándose las unas a las otras. Hay almas que atraviesan la vida sin haber encontrado su idea propia, y son las más; y hay ideas que, manifestándose en unas y otras almas, no encuentran, sin embargo, sus almas propias, las que las revelarían en toda su perfección.
Y aquí se nos presenta otra vez el terrible misterio del tiempo, el más terrible de los misterios todos, el padre de ellos. Y es que las almas y las ideas llegan al mundo, o demasiado pronto, o demasiado tarde; y cuando un alma nace, se fue ya su idea, o se muere aquélla sin que ésta baje.
Tormento grande fue, sin duda, para un hombre en el siglo XIII haber nacido con alma del siglo XX; pero no es menor tormento tener que vivir en este nuestro siglo con un alma del siglo XIII. Era entonces la misteriosa y terrible enfermedad de los conventos la acedía, aquella inapetencia de la vida espiritual de que, por otra parte, no se podía prescindir; y quien lea con atención y sentido a los místicos, oirá con el corazón aquel tono profundo que suena a desgarrador sollozo que no brota del pecho, sino en él queda, y hace llorar hacia dentro. Pero hoy tenemos la acedía de la vida del mundo, la inapetencia de la sociedad y de su civilización, y hay almas que sienten la nostalgia del convento medioeval. Del convento medioeval digo, y no simplemente del convento, porque el de hoy es tan distinto del que era en el siglo XIII, cuanto es distinto de aquel siglo el nuestro. Y tengo para mí que las almas medioevales que hoy viven entre nosotros son las que más repugnan los claustros del siglo XX. De aquel hombre de secreto, de aquel misterioso danés que vivió en una continua desesperación íntima, de Kierkegaard, se ha dicho que sentía la nostalgia del claustro de la Edad Media.
Todos llevamos nuestro secreto de vida: los unos más a flor de alma, los otros más entrañado, y los más tan dentro de sí mismos que jamás llegan a él ni lo descubren. Y si alguna vez lo vislumbran dentro de sí, vuelven hacia fuera la vista, despavoridos, y no quieren pensar en ello y se dan a divertirse, a enajenarse.
«¿Y aquellos que ni siquiera lo han vislumbrado – me preguntarás-, los que atraviesan la vida sencillos y confiados, inocentes y serenos, llevando al aire y a la luz las entrañas del espíritu?». Para éstos, mi querido amigo, todo es secreto; viven sumergidos y empapados en él; el misterio los envuelve. Son como los niños, que lo ven todo. Porque ¿crees tú que un niño de seis años no tiene también su secreto, aunque él no lo sepa? Sí; tiene su secreto, y su alma duerme en la inconciencia de él; pero desde allí dentro, desde esa inconciencia, le vivifica la vida. No recuerdo espectáculo más trágico y más misterioso que el de una pobre niña de muy pocos años que se deshacía en lágrimas junto al cadáver, aun caliente, de un perrito que había sido su más querido juguete, un juguete vivo.
Todos llevamos nuestro secreto, sepámoslo o no, y hay un mundo oculto e interior en que todos ellos se conciertan, desconociéndose como se desconocen en este mundo exterior y manifiesto. Y si no es así, ¿cómo te explicas tantas misteriosas voces de silencio que nos vienen de debajo del alma, de más allá de sus raíces?
Unamuno. El Secreto de la vida
¿Te has fijado en el extraño espectáculo de dos personas que discuten, exponiendo cada una de ellas su opinión sobre las cosas, y entretanto sólo tratan de sorprenderse mutuamente las almas? Lo que a cada uno de ellos le importa no es cómo piensa el otro, sino cómo es; no cuáles son sus opiniones, sino quién es él. Y es frecuente que entre dos personas que conversan, al parecer con gran intimidad, y en el seno de la mayor confianza, hablan de todo menos de aquello que más inquieta y preocupa a ambos. Les preside y anuda su comunión espiritual una idea, un sentimiento, y de todo hablan menos de ese sentimiento, de esa idea común que les une. Los junta un secreto y ambos se lo callan, porque es la mejor manera de que les junte.
Con frecuencia, cuando asistimos a la conversación de dos amigos íntimos, unidos por lazos fuertes e indestructibles, nos sorprenden cosas que no entendemos o el tono que la conversación toma, y que parece completamente fuera de acuerdo con lo que dicen. Y es que están hablando de una cosa y pensando ambos en otra muy distinta; es que están discurriendo sobre un tema manifiesto y superficial, y comulgando en un secreto profundo. Es un secreto común que nunca se lo revelaron el uno al otro.
Nada une a los hombres más que el secreto. El que te adivine tu secreto, no tiene más que mirarte y habrás de hacerte amigo de él. Y en él buscarás refugio. Y será a quien más cuidadosamente le celes tu secreto. ¿Para qué revelárselo si te lo ha adivinado? Y al que no te lo adivine, es inútil que se lo reveles, porque no te lo entenderá a derechas, y, sobre todo, no te lo creerá tal cual es.
Y hay gentes que parece que todo lo dicen y cuentan, y son los que más callan; y no hablan y se confiesan sino para ocultar más su secreto, pues temen el silencio, que es lo más terriblemente revelador que hay. La sinceridad se ahoga en palabras. El secreto, el verdadero secreto, es inefable, y en cuanto lo revestimos de lenguaje, no es que deje de ser secreto, sino que lo es más aún que antes.
No nos es hacedero de ordinario conocer el secreto especial y propio de nuestro prójimo, su ansia propia, su tribulación suya, la congoja que le atormenta o el gozo oculto que no puede revelar, la pasión que le consume o le acrecienta, el anhelo que persigue en su corazón; pero lo que sí podemos conocer es la raíz común a los secretos todos de los hombres, el secreto de nuestros sendos secretos, el secreto de la humanidad. Toma distintas formas en cada alma, y estas formas nos son secretas, pero su sustancia última y eterna es siempre la misma.
Y el secreto de la vida humana, el general, el secreto raíz de que todos los demás brotan, es el ansia de más vida, es el furioso e insaciable anhelo de ser todo lo demás sin dejar de ser nosotros mismos, de adueñarnos del universo entero sin que el universo se adueñe de nosotros y nos absorba; es el deseo de ser otro sin dejar de ser yo, y seguir siendo yo siendo a la vez otro; es, en una palabra, el apetito de divinidad, el hambre de Dios.
La ley nos atribula y aflige, y cuando tratamos de quebrantar la ley, lo hacemos empujados por otra ley más alta o más baja que nos atribula y aflige aún más que la primera, y la satisfacción de todo anhelo no es más que semilla de un anhelo más grande y más imperioso.
¡Si yo pudiera llevar tal otra vida y hacer tales o cuales cosas que hoy no puedo hacer!… dices. Y si pudieras llevar esa vida y hacer esas cosas que hoy no puedes hacer, como entonces no podrías llevar la vida que llevas ni hacer lo que hoy haces, desearías tu vida y tus hechos actuales. Porque lo que quieres es aquella vida, y ésta, y la otra, y todas. Los judíos, al salir de Egipto, ansiaban la tierra de promisión, y, una vez en ella, suspiraban por el Egipto. Y es que querían las dos tierras a la vez, y el hombre quiere todas las tierras y todos los siglos, y vivir en todo el espacio y en el tiempo todo, en lo infinito y en la eternidad.
El resorte del vivir es el ansia de sobrevivirse en tiempo y en espacio; los seres empiezan a vivir cuando quieren ser otros que son y seguir siendo los mismos. Y todo lo que no vive, no es sino alimento de lo que vive.
Y ahora queda otra pregunta, y es: el conjunto, el todo, el universo, ¿no vive a su vez y anhela ser más que es, ser más que todo, más que universo? ¿No tiene el universo su secreto?