Julio Cotázar es un maestro de la literatura con trasfondo filosófico. Maestro del género del relato y el cuento corto, este autor no da con un lector al que deje indiferente. Por ello, hoy traemos, precisamente, un Cuento de Julio Cortázar.
En vida publicó ocho volúmenes de cuentos en que figuran clásicos como “La continuidad de los parques”, “La isla a mediodía”, entre otros. Cuya lectura aprovechamos para recomendar.Y de ahí traer esta breve reseña.
Sus letras manifiestan un realismo mágico. Un estilo personal y único que a través de sueños literarios nos lleva a la reflexión sobre lo ordinario.
Es por ello que no podía faltar en una página como esta. Y tal y como otras veces hemos hecho con otros maestros de la literatura como Unamuno, Camus, Borges, etc, traemos, para fomentar su lectura, un relato breve, pero intenso, de este maestro. Y es que, ¿hay forma mejor de recomendar un libro de este maestro que con sus propias letras?
LA CONTINUIDAD DE LOS PARQUES.
Éste es uno de los cuentos más clásicos de Cortázar, que a menudo se presenta como una muestra de su habilidad para cruzar historias en un mismo relato.
Destaca por su prosa y el manejo del ritmo casi rayando en la poesía. Este cuento abre el libro Final del juego, el libro que le recomendamos hoy.
No obstante, más allá de análisis literario sobre el mismo, en esta ocasión dejaremos un cuanto como pequeña muestra. No hay nadie mejor que Cortázar para enamorar al lector e invitar a la lectura. Así pues, como muestra de la genialidad escondida en esta obra de relatos he aquí una pequeña muestra de uno de los cuentos que nos espera en sus páginas.
El Cuento. La continuidad de los parques.
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes.
Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos.
Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles.
Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte.
Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa.
Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
FIN