La nivola, hija de la duda en Unamuno, es el germen de la novela existencialista.
Hablar de Unamuno es hablar de la intriga y el ansia por conocer. Pero también, de la tragedia humana que esta conlleva. No eran pocas las veces que el maestro de Salamanca recordaba que hablaba del hombre de carne y hueso. Ese que ríe y llora. El que siente. Y cuyas paradojas vitales son el precio a su capacidad de raciocinio, enfrentada con su anhelo de inmortalidad.
Y es que, si algo caracteriza el pensamiento de Don Miguel de Unamuno es que el conflicto se apodera de todo.Pocas veces estuvo este filósofo convencido de algo. Pues si algo le perseguía era precisamente la duda. Por ello, leerle, es directamente abrazar el símbolo del interrogante. Ni la filosofía, ni la ciencia ni la religión le dieron respuestas definitivas a las preguntas fundamentales de la vida humana. A aquellas que señalan a nuestra experiencia vital. Por ello, aunque amaba la reflexión, nunca vio con buenos ojos la tendencia a la abstracción en la filosofía. La lógica no nos decía nada sobre nuestros sentimientos, y tampoco sobre el dolor de nuestra existencia.
Este existencialismo con tintes irracionalistas, a veces, llevó a este grande a buscar su propio lenguaje. Su propio medio de comunicación. El resultado son ensayos cargados de personalismos, como es el caso de su obra El sentimiento trágico de la vida; poemas cuyos versos son la sal que hace escocer las heridas de nuestra propia existencia; o novelas cuyo contenido filosófico tiene más peso que muchas enciclopedias completas. Sus personajes no son tales, son máscaras tras las cuales el autor nos habla de sus propias inquietudes. Y con ello el lector pasará a compartir con Unamuno el peso de la duda.
Don Miguel, un alma en pelea
Miguel de Unamuno nació en Bilbao en 1864. No le tocó vivir una época fácil, entre sus recuerdos de infancia destacan los de la guerra carlista. Estudió Filosofía y Letras en Madrid y, tras varios fracasos, ganó en 1891 la cátedra de Griego en la Universidad de Salamanca. Fueron frecuentes sus viajes y andanzas por España, pero residió en Salamanca sin más paréntesis que el destierro de 1924 a 1930, en Fuerteventura y en Francia, como consecuencia de su oposición a la dictadura del general Primo de Rivera.
Fue tras la caída de éste cuando el maestro volvió triunfalmente a España. En estos años fue diputado durante la República y manifestó una actitud cambiante ante el levantamiento militar del 36. Pero su postura definitiva ante las fuerzas de Franco, le valió ser destituido y confinado en su domicilio, donde murió repentinamente el último día de 1936.
Esta ajetreada vida en una época de disturbios hizo de Don Miguel una personalidad bastante peculiar. Tan numerosos son los que le admiran como aquellos que lo repudian. Pero lo cierto es que no existe el que quede indiferente al conocer su figura.
Hablamos de una personalidad tan fuerte como desgarrada, producto de una vida de intensa actividad intelectual. Unamuno se definió a sí mismo como “un hombre de contradicción y de pelea”. Y es que este pensador veía enfrentados los mensajes de un corazón pasional con los contrarios que llegaban de una brillante cabeza. Como resultado, hizo de su vida, y con ello de su filosofía, una verdadera batalla.
Si con alguien peleaba Unamuno era ante todo consigo mismo. No encontró nunca la paz. “La paz es mentira”, dijo en más de una ocasión, y el quería la verdad, esa era su meta en la vida. Y para prueba, muchos de sus textos. Cabe acudir como ejemplo a sus propias palabras en su escrito “Mi religión”
“Mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aún a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras viva”.
Miguel de Unamuno, Mi religión
Este carácter forjado a prueba de dudas hizo inevitable que también extendiese su lucha con los demás. Su pluma se revelaba contra la “trivialidad” de su tiempo, en un tremendo esfuerzo por sacudir las conciencias, por inquietarlas, por sacarlas de cualquier rutina. Y a este respecto si que no dejó duda, pues su filosofía tiene escrita su declaración de intenciones. Don Miguel no pretende regalarnos un pensamiento ordenado que pueda convertirse en ejemplo para otros. Este hombre prefiere levantar polvo, hacer caer nuestros cimientos, y que persigamos la duda, siendo esta extensible a nosotros mismos.
“Mi empeño ha sido, es y será que los que me lean, piensen y mediten en las cosas fundamentales, y no ha sido nunca el de darles pensamientos hechos. Yo he buscado siempre agitar, y, a lo sumo, sugerir, más que instruir. Si yo vendo pan, no es pan, sino levadura o fermento”.
Miguel de Unamuno, Mi religión.
La eterna crisis existencial
Tras varias crisis juveniles (alrededor de 1881, 1890), un aún joven Don Miguel perdió la fe. En su lugar, depositará sus esperanzas en la política. De hecho, en 1892 manifiesta ideas socialistas y estará afiliado al PSOE de 1894 a 1897. Pero ya en 1895 expresa alunas reservas significativas. Y es que a este hombre no le convencía nada. La duda siempre aparecía. Y por ello, se le recuerda como dando coletazos de una postura a otra. No puede abrazar lo que otros dicen. Don Miguel no quiere creer, sino saber. Y ésto se le presenta siempre como el principio de un problema.
Así fue que una nueva crisis, en 1897, lo hunde en el problema de la muerte y de la nada. Abandonará sin esperanzas su militancia política y, cada vez más, volverá los ojos hacia los problemas existenciales y espirituales, aunque sin dejar nunca su preocupación por España. Del problema social, que no sabe Unamuno si se resolverá, pasa al problema humano. El existencialismo resonaba en su pluma cada vez con más fuerza. De su permanente debatirse entre la fe y la incredulidad, de su “agonía” y su angustia nos habla toda su obra y, de modo particular, en su novela San Manuel Bueno, mártir.
El existencialismo de Unamuno tendrá en su obra tintes muy personales. Las dudas que lo asaltaban al preguntarse sobre nuestra propia existencia hicieron de él un pensador no sistemático. Como resultado encontramos unas reflexiones dispersas cuyo peculiar estilo corresponde, sin duda, a su orientación filosófica. Su pensamiento está en la línea de Kierkegaard; es un “pensamiento vivo”, frente a lo que él llamó la “ideocracia” racionalista. Esta falta de sistema y peculiar mirada hacia el ser humano es lo que permitió que este genio pudiera comunicarse con el lector a través de diferentes formas. Por ello, sus reflexiones se esparcen en ensayos, poemas, novelas o dramas. Todos consiguiendo el mismo efecto que buscaba: inquietar y sugerir más que instruir.
El hambre de inmortalidad
La angustia existencial de Unamuno nace de una gran duda que le obsesiona y atormenta, y que considera como la gran cuestión humana. Y no es otra que:
“Saber qué habrá de ser de mi conciencia, de la tuya, de la del otro y de la de todos, después de que cada uno de nosotros se muera. Todo lo que no sea encarar esto es meter ruido para no oírnos”.
Miguel de Unamuno. El sentimiento trágico de la vida.
El hambre de inmortalidad se convierte en el eje central en torno al cual gira el pensamiento unamuniano. Y es que este filósofo parte del supuesto de la existencia como valor supremo. Por eso le obsesiona la necesidad de existir y aspira a una pervivencia eterna.
Por si fuese poco, Unamuno vive este conflicto desde una perspectiva individualista: es la propia aniquilación lo que le aterra. Y si destaco esto precisamente es porque hablamos de un autor que se desnuda ante el lector. Que no habla del ser humano basándose en abstracciones. Sino en su propia vida, en sus miedos e inquietudes. Que le obligan a perseguir incansablemente la resolución de sus propios conflictos, que a su vez serán de todos, pues no es otro el problema que el de la propia existencia.
A Unamuno no le importa lo que trae consigo la inmortalidad; ni el premio en el que no cree, ni el castigo, que considera absurdo. Lo que le preocupa es la persistencia en sí misma. Así pues, la inmortalidad a la que aspira tiene poco que ver con el concepto católico de la misma. Se resiste al paso del tiempo, quiere sobrevivir a él.
Esta reflexión sobre la temporalidad desemboca irremediablemente en la meditatio mortis. El genio cuya obra le hizo inmortal quiere saber qué es morir. Si es aniquilarse o no; si morir es una cosa que le pasa al hombre para entrar en la vida perdurable, o si consiste en dejar de ser. La duda ante esta incógnita se le hace intolerable. Por ello busca y rebusca. Aún a sabiendas de que no obtendrá respuesta. Cree que estamos en la obligación de atender a un problema que nos ocupará a todos más tarde o más temprano: el de nuestra mortalidad.
De aquí surge la concepción agónica de la existencia que tiene Unamuno. En él y en su obra se entabla un perpetuo combate entre el ansia humana de inmortalidad, de ser, y la razón, que evidencia la imposible satisfacción de ese deseo. Y si la razón no puede dar respuesta a esta incógnita más que negando, Unamuno recurrirá a la poesía y la literatura para compartir sus inquietudes. Esto le permitirá seguir batallando.
Estilo al descubierto
Como se ha dicho hablamos de un pensador asistemático. Más que hablar de un pensamiento ordenado acudimos a las reflexiones que nacen del dolor de su propia existencia. Su lucha eterna, su incansable batalla, tendrán su reflejo en el estilo inconfundible de un genio. Qué además de herirnos con su pluma nos enamora con la belleza de sus formas.
Y es que pocos estilos son tan plenamente “humanos” como el de Unamuno. Su expresión refleja los rasgos que hemos señalado en su personalidad. Es una lengua de luchador intelectual. Sus letras son tremendamente incitantes. El maestro se despega de las viejas formas. Quiere un estilo desnudo, frente a los estilistas que lo visten de galas (y a quienes llama “sastres de la literatura”). Busca la densidad de ideas, la intensidad emotiva frente a la elegancia.
Por ello, Unamuno es Unamuno. No se deja encasillar. Como tampoco lo haría con su pensamiento. No quiere que se le ponga una etiqueta.
“De lo que huyo, repito, como de la peste, es de que me clasifiquen, y quiero morirme oyendo preguntar de mí a los holgazanes de espíritu que se paren alguna vez a oírme: “Y este señor, ¿qué es?” Los liberales o progresistas tontos me tendrán por reaccionario y acaso por místico, sin saber, por supuesto, lo que esto quiere decir, y los conservadores y reaccionarios tontos me tendrán por una especie de anarquista espiritual, y unos y otros, por un pobre señor afanoso de singularizarse y de pasar por original y cuya cabeza es una olla de grillos. Pero nadie debe cuidarse de lo que piensen de él los tontos, sean progresistas o conservadores, liberales o reaccionarios”.
Miguel de Unamuno. Mi religión
La Novela. Para Don Miguel, la Nivola
Es indudable que la figura Unamuno se encuentra entre los más decididos renovadores de la novela a principios de siglo, y ello, sobre todo, por su propósito de hacer de ella un cauce adecuado para la expresión de los conflictos existenciales que hasta ahora he descrito.
Sin embargo, comenzó su andadura en este género con una novela histórica sobre la última guerra carlista: Paz en la guerra (1897). Es una obra que requirió del filósofo más de doce años de preparación. Por ello decía Unamuno que era tarea de “novelista ovíparo” (el que “incuba” largamente su creación).
Pero pronto pasó a ser un “novelista vivíparo”, es decir, de parto rápido, que escribe “a lo que salga”. Sus novelas se van haciendo al escribirlas, como la propia vida. La primera en esa línea es Amor y pedagogía (1902) . En esta obra el lector recibe filosofía a través de sus personajes. La potencia de sus discursos es comparable a grandes compendios. Unamuno estaba poniendo a la literatura al servicio de la inquietud filosófica. Quería hacer de ella otro medio de indagación.
Las novedades formales de la obra hicieron decir a ciertos críticos que aquello no era propiamente una novela. Por ello, con actitud desafiante, Unamuno subtitularía nivola a su siguiente obra narrativa: Niebla (1914), sin duda, una verdadera obra maestra en el género, que hizo que hoy no recordemos a aquellos críticos pero si a Unamuno, que a través de las letras alcanzó la inmortalidad que tanto ansiaba.
Y será desde entonces que los protagonistas unamunianos se verán enguajados en la misma agonía del autor, convirtiéndose en un reflejo de la filosofía del mismo. Encontraremos protagonistas que se debaten contra la muerte y la disolución de su personalidad. Junto a ello, tendrán otros dramas, otros conflictos que ejemplifican perfectamente los mismos que vive cada ser humano. De esta forma, la nivola de Unamuno se ha convertido en el espejo del lector, y con ello, en el altavoz del existencialismo como un humanismo.
La nivola como vehículo de su filosofía
A partir de aquí Unamuno considerará la novela como el vehículo más idóneo para dar cabida a sus reflexiones. Y es que, al no tener que seguir la técnica de argumentación propia de un tratado, puede dejar espacio a la fantasía, a sus anhelos e inquietudes, para, como él mismo deseaba, fomentar la duda y la inquietud, “sugerir más que instruir” decía.
Precisamente para que no le reprochen que sus relatos no se atienen a las características convencionales del género de la novela, Unamuno, tan aficionado siempre al juego con las palabras, crea el término caprichoso de nivola. Que no es otra cosa que lo que hoy llamamos “novela existencialista”.
Así es como en él maestro de Salamanca se abrazan literatura y filosofía, para enamorarnos con las formas y engancharnos a su lucha e incansable búsqueda del saber. De esta forma, la “nivola” pasa a ser una forma de conocimiento e indagación profunda en los resortes más íntimos del individuo.
En la nivola unamuniana la vida aparece como un sueño, rodeada de niebla; se difuminan las fronteras que la separan de la ficción. Los seres humanos son producto del sueño de Dios y los novelescos, del sueño de su creador. Unos y otros están hermanados en una ficción última que invita a descubrir la intriga de la ficción que da origen a esta filosofía, que no es otra que la misma vida humana.
Raquel Moreno Lizana.